Cuestiones de Sociología, nº 15, e018, 2016. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Sociología



ARTICULO/ARTICLE

 

 

El Desarrollo Territorial Rural y su influencia en las políticas para la agricultura familiar1


Lisandro Fernández
Universidad de Buenos Aires - CONICET
lisandrofernandez85@gmail.com

 

 

Cita sugerida: Fernández, L. (2016). El Desarrollo Territorial Rural y su influencia en las políticas para la agricultura familiar. Cuestiones de Sociología, 15, e018. Recuperado de http://www.cuestionessociologia.fahce.unlp.edu.ar/article/view/CSe018


Resumen
El objetivo principal del presente artículo es contribuir al debate acerca de la construcción de las políticas públicas para la agricultura familiar. Particularmente, el análisis se enfoca en los objetivos y los principales elementos que conforman la propuesta basada en el Desarrollo Territorial Rural (DTR), enfoque que ganó protagonismo en la Argentina desde comienzos del siglo XXI.
En un contexto caracterizado por el predominio y la expansión de la agriculturización en el país, que favorece la concentración y la exclusión, creció la agricultura familiar como referencial de política pública (al menos hasta diciembre de 2015), aunque los debates en torno a las estrategias y los sentidos de la construcción de los programas, instituciones y acciones destinadas al sector quedaron abiertos. Este trabajo buscará dar cuenta de uno de los aspectos de esa discusión.
La metodología de estudio consistió en el análisis crítico de la bibliografía sobre la temática, que incluyó a los principales autores y autoras, junto a documentos de organismos oficiales.
El análisis crítico de la influencia del DTR sobre los programas destinados a la agricultura familiar permitirá inferir cuál es el rol propuesto para el sector en los territorios y cuales los cambios en la propuesta de extensión rural.

Palabras clave: Desarrollo; Agricultura familiar; Rural; Políticas públicas


Rural Territorial Development and its influence on policies for family farm


Abstract
The main objective of this article is contributed on debate about the construction of public policies for family farm. In particular, the analysis focuses on the objectives and main elements of the proposal based on the Rural Territorial Development (DTR), an approach that gained prominence in Argentina since the beginning of the century.
In a context characterized by the dominance and expansion of agriculturization in the country, which promotes concentration and exclusion, increased family farm as a benchmark of public policy (at least until December 2015), although discussions about strategies and senses of building programs, institutions and actions for the sector, were opened. This work will seek to account for one aspect of that discussion.
The study methodology consisted of a critical analysis of the literature on the subject, which included the main authors and authors, alongside documents of official agencies.
The critical analysis of the influence of DTR on programs for family farming, let infer what is proposed for the sector in the territories role, and changes in the proposed rural extension.

Keywords: Development; Family farm; Rural; Public policy


1. Introducción


El concepto de desarrollo es comúnmente utilizado en el discurso político con diferentes acepciones, aunque generalmente aceptado con una connotación positiva. A lo largo de las últimas décadas, y en diferentes contextos histórico-geográficos, la idea de desarrollo se vinculó con diferentes propuestas de políticas y estuvo referida a distintos actores sociales. En particular, en referencia al sector agrario, los enfoques del desarrollo fueron impulsados por organismos de financiamiento internacional que, con el objetivo de reducir la pobreza rural, financiaban y diseñaban distintos programas que invocaban el desarrollo.

En los últimos años, la vertiente predominante en las propuestas de políticas ha sido el Desarrollo Territorial Rural (DTR), que se plantea como una alternativa superadora de la tradicional visión sectorial-productiva en las acciones de extensión rural. Dicha alternativa toma en cuenta las nuevas condiciones de la ruralidad, la multidimensionalidad de los territorios y la interacción entre los actores sociales. No obstante, las críticas señalan que soslaya la importancia de los factores estructurales que constituyen el modelo de acumulación dominante en el sector agropecuario, ni considera la diferenciación de recursos entre los actores sociales o el conflicto social presente en el territorio.

Sin embargo, el DTR impregnó los programas y planes, e incluso las propuestas institucionales que realizan acciones destinadas a la agricultura familiar, un referencial jerarquizado en la agenda política (al menos desde su estatus institucional y discursivo) entre los años 2004 y 2015.

El presente artículo tiene por objetivo reflexionar acerca de la propuesta de Desarrollo Territorial Rural y su influencia en ciertas políticas públicas dirigidas a la agricultura familiar.

El trabajo se organiza de la siguiente manera. Luego de esta breve introducción, en la siguiente sección se realiza un racconto del concepto de desarrollo, para centrarnos luego en las diferentes acepciones que se le asignan en torno al sector agropecuario. En la tercera sección, se plantean los debates recientes acerca de la categoría agricultura familiar (AF), uno de los actores prioritarios postulados por los programas de desarrollo rural. Luego en la cuarta sección, se analiza de qué manera se vincula la propuesta teórica del DTR con las políticas destinadas a los agricultores familiares, haciendo especial mención al plan estratégico del INTA. Por último, el artículo concluye con las consideraciones finales.

2. El concepto de desarrollo
2.1. Diferentes perspectivas sobre el desarrollo


El desarrollo es un concepto en evolución, cuya definición y significados cambian según las distintas etapas socioeconómicas e históricas, los actores y el contexto regional en el que se emplee. Si bien dicho concepto era usualmente utilizado en la biología para hacer referencia a las etapas de crecimiento y maduración de un ser vivo (Gudynas, 2011), pronto adquirió trascendencia en el ámbito de las ciencias sociales.

El sentido “convencional” del desarrollo se popularizó luego de la Segunda Guerra Mundial, al establecer una distinción entre países desarrollados y países subdesarrollados. Una de sus primeras apariciones discursivas se remite al discurso del presidente de Estados Unidos Truman en la década de 1950, quien se refirió a la necesidad de ayudar a los países “subdesarrollados” para que éstos accedieran a los beneficios del “desarrollo” (Gudynas, 2011; Manzanal, 2014). La visión subyacente detrás de ese discurso se vincula a una perspectiva “etapista” del desarrollo de las sociedades en la cual los pueblos “subdesarrollados” podrían algún día (siguiendo y superando ciertas etapas “necesarias”) alcanzar las formas de vida, de nivel de las fuerzas productivas y de bienestar de los países “desarrolladas” (Furtado, 1975). Desde entonces, particularmente en América Latina, el desarrollo determina el campo socioeconómico y discursivo de las políticas públicas (Manzanal, 2014).

Posteriormente, entre las décadas de 1950 y 1980, en un contexto socioeconómico caracterizado por el Estado de Bienestar en diversos países capitalistas, el concepto desarrollo estuvo asociado a la idea de la planificación y progreso, en la cual la intervención estatal tenía un rol preponderante a través de inversiones y regulaciones. Luego el desarrollo fue mutando en sus acepciones y se convirtió en un concepto ambivalente, multifacético y polisémico.

A lo largo del tiempo ha tenido numerosas adjetivaciones que buscaron resaltar ciertas particularidades según cada enfoque teórico. Entre ellas están el desarrollo ambiental, económico, endógeno, humano, local, regional, sustentable, territorial, inclusivo, entre otros. Pero, como señala Roig (2008), un atributo deseado no alcanza para establecer una definición.

La multiplicidad de términos que “acompañan” la idea de desarrollo denota que no existe una definición absoluta, objetiva ni única: las diversas adjetivaciones responden a intereses diferentes. Ello se debe a que el desarrollo es parte de una producción del discurso, desde un ámbito del poder (Manzanal, 2014).

Con el surgimiento de la Teoría de la Dependencia, durante las décadas de 1960 y 1970, la idea de subdesarrollo en América Latina no era concebida como una fase previa y necesaria al desarrollo, sino que el desarrollo y el subdesarrollo constituían dos caras de una misma moneda en la fase imperialista de la economía mundial (Lattuada, 2014) . No obstante, Gudynas (2011) destaca que incluso las posturas heterodoxas dentro del dependentismo mantenían la concepción central basada en la idea de progreso material, con lo cual no se ponía en discusión la idea de “avance” o “modernización” para promover el crecimiento económico en América Latina.

Si bien el concepto es objeto de múltiples usos en el discurso y la praxis política, su ambigüedad radica en que pocas veces se definen quienes son los actores sociales y cuáles los caminos para “alcanzar” el desarrollo.

Con la imposición del modelo neoliberal en Latinoamérica (durante las décadas de 1980 y 1990) cambió su denominación y el acento se puso en el desarrollo endógeno, que a su vez adoptó diversos nombres: desarrollo local o desarrollo territorial, entre otros (Manzanal, 2014).

Con el propósito de establecer un acercamiento a la forma en que la propuesta de desarrollo se vinculó con el sector agropecuario, a continuación se exponen las principales vertientes y sus planteos sobresalientes.

2.2. La propuesta de desarrollo vinculado al sector agropecuario

En línea con la concepción general en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo relacionado con el sector agrario era entendido como una política internacional y nacional de modernización de las comunidades rurales. Bajo este esquema existen dos sectores económicos diferenciados: uno “moderno” (industrial y urbano) y otro “pasivo” (rural y agrario) que requiere atravesar diferentes etapas hasta llegar al desarrollo (Lattuada, 2014) . Esto implicaba, en términos de propuestas para el sector, actualizar la tecnología utilizada en el ámbito agropecuario, impulsar su industrialización para reemplazar al sector tradicional de baja productividad y de escasas articulaciones con el mercado comercial internacional.

Durante la década de 1950, de la mano de los organismos de financiamiento internacional como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo o el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola, se promovía el apoyo técnico y financiero para los países de América Latina, África y Asia. En la segunda mitad de dicha década, estos planes desembarcaron en nuestro continente bajo la denominación de Desarrollo Comunitario (DC). Su propuesta central consistía en contrarrestar la pobreza rural mediante el incremento de la producción agraria y el consecuente aumento de los ingresos de las familias rurales (Seibane, 2013). Sin embargo, para mediados de la década de 1960 los programas impulsados guiados por el DC comenzaron a desaparecer cuando Estados Unidos dejó de financiarlos con los argumentos de su escasa coordinación, bajo monto de sus recursos e impacto de sus acciones (Barsky, 1990, citado en Lattuada, Márquez y Neme, 2012).

Posteriormente, durante el período comprendido entre las décadas de 1960 a 1980 los mismos organismos internacionales continuaron impulsando planes y proyectos destinados a compensar situaciones de pobreza rural, como contrapuesta al avance de procesos revolucionarios en América Latina que hacían hincapié en la reforma agraria. Esta estrategia de intervención se denominó Desarrollo Rural Integrado (DRI) y en esencia el planteo se mantuvo inalterado respecto del período anterior (Seibane, 2013). Sus preceptos teóricos partían del supuesto de que la pobreza rural no se originaba en la ineficiencia de los productores sino en la falta de infraestructura y capital humano. Por ello, sus objetivos específicos se vinculaban con el aumento de la productividad por medio de fondos financieros para la asistencia productiva, obras de infraestructura, inversión en investigación y la extensión rural como transferencia de tecnología (Seibane, 2013; Lattuada, 2014). En concreto, los programas que se implementaron bajo la perspectiva del DRI se caracterizaron por su centralismo en las instituciones de aplicación y sus bajos presupuestos (Seibane, 2013). Esto dificultaba la identificación de los beneficiarios y la articulación de los objetivos productivos con los de índole social (Barsky, 1990, citado en Lattuada, 2014).

Hacia la década de 1980, los programas DRI también fueron dejados paulatinamente a un lado debido a que su lógica estandarizada priorizaba los objetivos planteados de manera unidireccional por los organismos internacionales, los cuales eran reproducidos en distintos países de la región bajo los argumentos de “replicabilidad” e “integralidad” (Lattuada, Marquez, & Neme, 2012).

Estas propuestas eran relativamente ajenas en el debate agrario de la Argentina ya que estaban veladas por la preponderancia que tenía la producción de la región pampeana con una producción extensiva tempranamente articulada con el mercado mundial. Hasta ese momento, las discusiones y las propuestas más elaboradas se vinculaban a iniciativas impositivas, inversión en tecnología, expropiaciones, prórroga de alquileres, entre otras (Lattuada, 2014). De hecho, en la década de 1980, con el retorno de la democracia, comienza a problematizarse la pobreza rural en el país (Manzanal, 2007).

En los años posteriores, fines de los ´80 y principios de los años 90, en el contexto de instauración del modelo de acumulación neoliberal en la Argentina, apareció incipientemente en el país la idea de Desarrollo Rural (DR) ante el diagnóstico de posible desaparición de las pequeñas y medianas explotaciones, debido al proceso de desregulación que favorecía la concentración económica (Lattuada, 2014).

Como parte de un proceso general de liberalización de la economía, a principios de la década de 1990 se desmantelaron las instituciones de fiscalización y control de la comercialización agropecuaria; la paridad cambiaria entre el peso y el dólar facilitó la incorporación de capital e insumos importados y, más tarde, se liberalizó la soja RR, lo que brindó condiciones para el desenvolvimiento de un proceso de agriculturización como efectivamente ocurrió, con la soja como principal cultivo protagonista.

En ese contexto histórico y económico, algunos autores pusieron el eje de análisis en las nuevas condiciones internacionales que impuso el neoliberalismo y en sus particulares repercusiones sobre el sector rural. Esto incluye el proceso de concentración y extranjerización de las industrias agroalimentarias a escala internacional y cambios en la dinámica del empleo y las fuentes de ingreso, que obligaron a abandonar la identidad rural = agrícola y produjeron condiciones para repensar el desarrollo del sector.

Basados en ese diagnóstico, autores como Schejtman y Berdegué (2004; 2006) y Schetjman y Barsky (2008) critican los enfoques tradicionales por no ser adecuados para afrontar la nueva realidad rural, ya que: (a) no contemplan el alto grado de heterogeneidad del mundo rural ni la necesidad de políticas diferenciales; (b) desconocen el carácter multidimensional de la pobreza rural; (c) la dimensión institucional queda reducida a los aspectos de la organización pública; (d) no asumen el rol preponderante de los agentes de mercado; y (e) no incorporan los determinantes de orden local. Este enfoque se inscribe en el marco de una visión en la cual el Estado no debía ejercer un rol interventor y se debía otorgar un rol protagónico a los actores locales. Sobre ese diagnóstico, proponen una nueva estrategia nacional para capitalizar los cambios ocurridos en el sector en los últimos años y para mejorar la “eficacia y la eficiencia” de la acción pública en materia de desarrollo rural (Schejtman y Barsky, 2008: 21).

En este sentido, las propuestas de políticas para el desarrollo rural postularon como alternativa el Desarrollo Territorial Rural (DTR), como superadora de la tradicional intervención pública (y privada) para el desarrollo de áreas rurales pobres, a partir (nuevamente ) de una iniciativa de los organismos de financiamiento internacional, que lo incorporaron en sus documentos marco y en su propuestas de financiamiento para Latinoamérica y la Argentina en particular, aunque en nuestro país se expande con mayor ímpetu a partir de los primeros años del siglo XXI (Manzanal, 2007; Lattuada, 2014).

Concretamente, el DTR se define como “un proceso de transformación productiva e institucional de un espacio rural determinado, cuyo fin es reducir la pobreza” (Schejtman y Berdegué, 2004: 30). La transformación productiva tiene el propósito de articular competitiva y sustentablemente la economía del territorio con mercados dinámicos, y el desarrollo institucional tiene por objetivo estimular la coordinación y cooperación entre los agentes económicos, sociales y gubernamentales, y entre ellos y los agentes externos relevantes. Pero sobre todo, el fin último y transversal del DTR es la cohesión e inclusión social de los sectores excluidos y los micro y pequeños empresarios. En palabras de Schejtman y Barsky (2008: 39), el desarrollo rural es conceptualizado como “un proceso simultáneo de transformación productiva institucional en el ámbito rural cuyo fin último es elevar el bienestar de las familias y de las comunidades, y promover la inclusión y la cohesión social”.

En su aspecto institucional, los programas de desarrollo rural requieren compromiso de los agentes territoriales –gobiernos locales, técnicos, productores y organizaciones de la sociedad civil, entre otros– que están directamente relacionados con los procesos de desarrollo (Lattuada, 2014).

En otro aspecto, el territorio es concebido como una construcción social cuya frontera no está delimitada por su aspecto físico o político sino por los actores involucrados y las relaciones que establecen entre ellos. Al respecto, el enfoque postula como meta principal que los territorios sean competitivos, a partir de: (i) generar innovación basados en la proximidad de los actores y (ii) la articulación con los mercados globales (Schetjman y Berdegué, 2006). De este modo, los territorios rurales que logran “desarrollarse” son aquellos posicionados en mercados dinámicos, mediante el consenso y la articulación con otros actores y territorios como metodología general (Manzanal, 2014).

Asimismo, el enfoque DTR propone el desplazamiento de la centralidad de la estrategia basada en los aspectos sectorial / agrícola hacia otra que contemple la multidimensionalidad del espacio territorial, de los actores y de los recursos económicas que brindan. Este postulado se cristaliza en una concepción amplia de la economía rural que debe articular su base agropecuaria con los sectores de la industria y los servicios, para reconocer las diversas fuentes de empleo y la generación de ingresos de las familias rurales que, a través de la pluriactividad, cobran cada vez mayor importancia (Schetjman y Barsky, 2008; Sislian, 2013 ). Por ende, el desarrollo es territorial y rural porque busca articular y coordinar a los actores, sus relaciones y actividades productivas desde la mirada que prioriza las interacciones locales antes que las económico-sectoriales.

Más recientemente, en el mismo sentido Sislian (2013) postula las Propuestas Territoriales de Desarrollo Rural con Inclusión. Su planteo apunta a la formulación e integración de diversos instrumentos y procedimientos que aborden los problemas que afectan a la producción a pequeña escala y la agricultura familiar, desde una intervención política con enfoque territorial del desarrollo que incluye “la creación o recreación de ámbitos de concertación local de políticas, el fortalecimiento de las capacidades institucionales de diferentes actores y la promoción de la participación organizada de los productores a pequeña escala y los agricultores familiares”2 (Sislian, 2013: 83). Interesa resaltar aquí que el autor hace mención explícita de los actores sociales a quienes deben dirigirse las políticas de desarrollo rural: la agricultura familiar, un conjunto heterogéneo que adquirió protagonismo en los años recientes.

En resumen, las dimensiones institucionales, territoriales y rurales de la acepción del desarrollo (territorial y rural) se encuentran atravesadas por conceptos como articulación, cohesión, inclusión o innovación, que guían el accionar en cada una.

No obstante, las posturas críticas respecto al DTR señalan que soslaya la desigual distribución de recursos y poder presentes en la estructura social agraria, así como las asimetrías regionales existentes. La situación de los ámbitos rurales postergados de la Argentina y de América Latina en general obliga a tener presente que la carencia de recursos de todo tipo es una limitante para cualquier clase de inserción internacional: objetivo primordial del DTR (Manzanal, 2014). Como resultado de la implementación de estas políticas, se espera que la cooperación y la cohesión social se impondrán sobre las relaciones y los intereses de poder presentes en el territorio.

La promoción de conceptos como cohesión social o capital social asociada al desarrollo encuentra a su promotor principal en Amartya Sen, quien enarbola la premisa de “lucha contra la pobreza” desde un enfoque individualista, porque concibe la pobreza como una forma de no acceso al mercado, por lo que la lucha contra ella se limita a crear oportunidades eliminando barreras y fortaleciendo las capacidades. De este modo, se niega la pobreza como fruto de una relación excluyente, eliminando las consideraciones de conflicto y relaciones conflictivas que se articulan en torno a los procesos de acumulación y exclusión (Roig, 2008). Como afirma Manzanal (2014), es imposible ignorar que las relaciones de poder y dominación están presentes en los territorios, y que una estructura rígida e históricamente consolidada no puede ser fácil y voluntariamente superada.

La mención del conflicto en el enfoque de DTR es marginal y posee una clara connotación negativa o, en términos de Roig (2008), presenta un carácter patológico, como una anormalidad que debe “extirparse”.

Más allá de estas críticas, a partir del año 2004 la perspectiva del Desarrollo Territorial Rural influyó sobre la concepción, diseño e implementación de programas y proyectos en la Argentina (Manzanal, 2007) , en los cuales se evidenció un renovado interés por los sectores de la agricultura familiar, como se aprecia en la formulación de Sislian (2013). Ello se articuló con la agenda impulsada desde el MERCOSUR, que intentó integrar demandas parciales centradas en darles mayor visibilidad a aquellos sectores excluidos por el proceso de concentración y agriculturización del sector agropecuario en Argentina. En la próxima sección, entonces, se dará cuenta brevemente de las discusiones en torno a la categoría agricultura familiar y de su vínculo con las políticas públicas.

3. La agricultura familiar
3.1 La visibilización política de la categoría

La Agricultura Familiar (AF) es una categoría relativamente novedosa y se encuentra aún en construcción. En 2003 se instaló regionalmente cuando la Coordinadora de Organizaciones de la Producción Familiar del MERCOSUR solicitó en la cumbre de presidentes la creación de un grupo ad hoc para que propusiera una agenda de política diferencial para la agricultura familiar (Manzanal y Gonzalez, 2010) . Un año después se creó la Reunión Especializada de la Agricultura Familiar (REAF) del MERCOSUR.

Posteriormente, hubo tres contribuciones que posibilitaron la estabilización de la categoría en la Argentina. Entre ellas, Schiavoni (2010) señala los estudios y documentos de: (i) el Proyecto de Desarrollo de Pequeños Productores Agropecuarios (PROINDER) en 2002, (ii) el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en 2005 y (iii) el Foro Nacional de la Agricultura Familiar (FONAF) en 2006. Más allá de las distintas perspectivas y actores englobados dentro de la AF, sobresale el hecho de que contribuyeron a la visibilización del sector a partir de revalorizar su aporte al proceso económico y social en la producción de alimentos y en el arraigo rural.

A partir de 2008, y hasta 2015, la agricultura familiar experimentó un proceso de mayor jerarquización político-institucional. Uno de los primeros cambios fue la creación de la Subsecretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar (SsDRyAF) en 2008. Luego, en 2009, la SAGPyA pasó a ser el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca (MAGyP), a partir de lo cual la SsDRyAF adquirió el rango de Secretaría, y dependiendo de esta se conformó la Subsecretaría de Agricultura Familiar (SubSAF). Más tarde, la FAO declaró el 2014 como el “Año internacional de la Agricultura Familiar”; ese mismo año se sancionó la Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar (n° 27.118), aunque hasta el momento no cuenta con presupuesto propio, y la SubSAF adquirió el rango de Secretaría de la Agricultura Familiar.

Como señalan Sislian (2013) y Craviotti (2014), estos cambios se aceleraron luego del denominado “conflicto del campo” por la resolución n° 125 de 2008, en un intento de darles protagonismo a sectores que habían quedado al margen en esa disputa. Para Soverna y Bertoni (2014), la aparición de la categoría implicó no sólo un cambio de nomenclatura sino también la ampliación de la base social de las políticas de desarrollo rural.

No obstante, a partir de diciembre de 2015, momento de cambio de la administración del gobierno nacional, este proceso no sólo parece detenerse sino incluso revertirse.

3.2 Debates en torno a su definición

La agricultura familiar es considerada una categoría híbrida, en el sentido de que conforma un continuum, en una escala dentro de la estructura social agraria, entre los asalariados rurales y los capitalistas agrarios, sin ser ni uno ni otro (Balsa y López Castro, 2011). La categoría alude en términos generales a productores agropecuarios directos de tipo familiar, quienes realizan ellos y/o sus familias trabajo manual en la producción y la administración de la explotación agrícola (Azcuy Ameghino, 2012).

Cieza, Ferraris, Seibane y Larrañaga (2015) señalan que en los trabajos que identifican la agricultura familiar las principales variables son (i) la presencia e importancia del trabajo familiar al interior de la unidad productiva; (ii) la capacidad productiva de los predios; y (iii) las estrategias de reproducción familiar.

Interesa destacar aquí como variable definitoria principal de la AF a la organización social del trabajo, anclada en vínculos de parentesco más que en relaciones salariales. Dicha variable hace referencia a los vínculos sociales que establecen los productores entre sí y a cómo participan del proceso productivo (García, 2011). Sobre la base de esta variable, los estudios "pivotean" entre dos vertientes a la hora de caracterizar la AF: (a) los que postulan la ausencia total del trabajo asalariado permanente y (b) los que consideran la posibilidad de contrato de trabajo asalariado, siempre que el trabajo familiar sea mayoritario respecto del total en la explotación (50% o más) (Tsakoumagkos, 2013).

Los autores inscriptos en la primera vertiente ponen el acento en que los agricultores familiares, al no explotar trabajo asalariado, no percibirían plusvalía, al menos no en forma directa, limitando su capacidad de acumulación, lo que los diferencia de los capitalistas (Balsa y López Castro, 2011). Mientras que en la segunda vertiente, se inscriben principalmente las definiciones provenientes del ámbito institucional que incorporan más variables (incluso cuestiones culturales), en pos de contemplar la heterogeneidad de situaciones que caracteriza a la AF. Entre ellas se encuentran las definiciones del CIPAF, el FONAF, el Registro Nacional de la Agricultura Familiar (ReNAF) o la de la Ley Nacional de Reparación Histórica sancionada en 2014 (n° 27.118).

La multiplicidad de criterios para caracterizar la AF se debe a la heterogeneidad de situaciones que presentan los agricultores familiares y a la mayor amplitud de alternativas incluidas dentro de la economía rural.

El trabajo de Obschatko (2009: 10), que toma los datos del Censo Nacional Agropecuario (CNA) de 2002, operacionaliza la AF a través de la categoría de Explotaciones Agropecuarias (EAP) Familiares. Según la autora, las EAP Familiares son aquellas en las que se “verifica el trabajo directo del productor y la existencia de trabajo familiar (...) pero también se acepta la posibilidad de que se contrate hasta dos trabajadores remunerados permanentes”.

En relación con la construcción de una tipología de AF, se destaca la creación en 2007 del Registro Nacional para la Agricultura Familiar (ReNAF) con dos objetivos principales: (i) la visibilización de la agricultura familiar ante la escasez de la información cuanti y cualitativa sobre ella y (ii) brindar información para la formulación de las políticas públicas diferenciales y las acciones del Estado (Craviotti, 2014; Paz y Jara, 2014) .

A diferencia del trabajo de Obschatko, el ReNAF adopta la definición proveniente del FONAF, Federación que nuclea a organizaciones representantes de la agricultura familiar en todo el país. El ReNAF entonces, operacionaliza el término a través de la categoría de Núcleo de Agricultura Familiar (NAF), definida como

“…la persona o grupo de personas, parientes o no, que habitan bajo un mismo techo en un régimen de tipo familiar; es decir, comparten sus gastos en alimentación u otros esenciales para vivir y que aportan o no fuerza de trabajo para el desarrollo de alguna actividad del ámbito rural. Para el caso de poblaciones indígenas el concepto equivale al de comunidad. (Res. 255/07).

Esta definición persigue el objetivo de contar con un instrumento de medición de las unidades familiares. Según datos recientes publicados por el RENAF, en la Argentina se encuentran registrados 108.793 NAFs, con un total de 387.191 personas, distribuidos en NOA (31%), NEA (27%), Centro (región pampeana) (20%), Cuyo (16%) y Patagonia (6%)3.

La definición que se adopte no es neutral respecto de la construcción de políticas públicas para el sector (Soverna, Tsakoumagkos, y Paz, 2008) . Si se adopta una visión dual que divide la estructura agraria entre campesinos y agronegocios, se perderá de vista a la heterogeneidad de las unidades familiares. En contraposición, si se adopta una perspectiva demasiado amplia por el tipo de sujetos sociales que abarca, en cuanto al diseño de las políticas públicas se abre la posibilidad de dar un peso equivalente a estratos con niveles de necesidad de atención estatal muy diferentes. Por este motivo, Manzanal, Arzeno, Villarreal, González, y Ponce (2014) señalan que la categoría Agricultura Familiar se encuentra aún en construcción y es parte de una disputa política por el rol que se le asigna. Particularmente en la Argentina, la AF en tanto espacio en donde se combinan la unidad productiva y doméstica hace que las definiciones oscilen entre entenderlas como un “tipo de producción” y una “forma de vida y una cuestión cultural”, lo que generó que las políticas para el sector oscilen entre los ministerios de Agricultura y de Desarrollo Social (Arach et al., 2011) .

A continuación, se analizarán los objetivos de algunos de los programas destinados a la agricultura familiar y el rol que le asignan, para dar cuenta luego de su vinculación con el Desarrollo Territorial Rural.

4. La vinculación entre el DTR y las políticas para la agricultura familiar

Entre 1990 y 2002 se pusieron en marcha en la Argentina una serie de programas de desarrollo rural para pequeños y medianos productores agropecuarios (en adelante, PDR) a cargo de diferentes agencias gubernamentales –INTA, ex Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentación (SAGPyA)– y sostenidos por distintas fuentes de financiamiento (Presupuesto Nacional, Banco Interamericano de Desarrollo -BID-, Banco Mundial -BM-, Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola -FIDA-).

Entre los principales programas implementados desde comienzos de 1990 se encuentran el Programa Social Agropecuario (PSA), iniciado en 1993, que a partir de 1998 se trasformó en el Programa para el Desarrollo de Iniciativas Rurales (PROINDER), y el PROHUERTA, iniciado en 1990. Otros programas implementados en esa década fueron el Programa Minifundio (1987), el Cambio Rural (1993), el CAPPCA (1997), el PRODERNEA (1999) y el PRODERNOA (1999).

Las herramientas de intervención compartidas eran la asistencia técnica, la capacitación, la asistencia financiera y los aspectos socio-organizativos, como la metodología grupal para la implementación de las acciones (Lattuada, Márquez y Neme, 2012) . A su vez, en los sectores más vulnerables de la AF se otorgaba una mayor atención al fortalecimiento de la producción para autoconsumo a fin de priorizar su seguridad alimentaria, destacada como un factor crítico en su situación.

No obstante, los PDR ejecutados en la Argentina durante la década de 1990 fueron insuficientes para compensar la magnitud de la crisis y la velocidad de concentración de la estructura agraria, con la consiguiente expulsión de pequeños y medianos productores (Neiman, 2010).

Por eso, Manzanal (2007) y Nogueira (2013) advierten que los PDR no conforman una política integral de Desarrollo Rural sino una sumatoria de ofertas especializadas para mejorar la situación de vulnerabilidad (social y económica) de un conjunto de productores caracterizados como “beneficiarios”. No obstante, se les reconocen aspectos positivos, como hacer visible la cuestión relacionada con la agricultura familiar en diferentes ámbitos nacionales y provinciales y mostrar la necesidad de generar políticas específicas con instrumentos dirigidos a ese sector (Manzanal, 2007).

Con los primeros años del siglo XXI pareciera haber un renovado impulso hacia los PDR en el contexto de una nueva institucionalidad. Se mencionan como puntos de inflexión i) el proceso general de cambio en el contexto político y económico a partir de 2002-2003 que posibilitó una revisión de las intervenciones públicas, y ii) las reuniones promovidas por la REAF que concluyeron en el Foro Nacional de la Agricultura Familiar y los aportes financieros del BID-FIDA, guiados bajo el enfoque teórico del Desarrollo Territorial Rural (Lattuada, Márquez y Neme, 2012; Manzanal, 2007) .

Entre los principales programas implementados durante 2003-2015 podemos mencionar el Proyecto de Desarrollo Rural de la Patagonia (PRODERPA, 2007-2013), el Programa de Desarrollo de Áreas Rurales (PRODEAR, 2009-2015) y el Programa de Desarrollo Rural Incluyente (PRODERI, 2011). Más recientemente, en 2014 el programa Cambio Rural fue relanzado y se encuentran en formulación el Programa de Inserción Económica de los Productores Familiares del Norte Argentino, el Programa de Inclusión y Desarrollo Rural (PIDER) y el Proyecto de Inclusión Socio-económica en Áreas rurales (PISEAR).

La perspectiva del DTR que guía estos programas se basa en los aumentos de productividad y la inserción competitiva en los mercados globales, el estímulo al capital social, la institucionalidad y la cohesión social en los territorios. Pero sobre todas estas metas, Lattuada señala que el objetivo transversal del Desarrollo Territorial Rural es estimular “la inclusión de los sectores pobres y socialmente excluidos, así como también de la micro y pequeña empresa agro-rurales” (2014: 25, cursivas en el original).

Con esta perspectiva, comienzan a ocupar un lugar destacado en los nuevos programas los factores asociados a la promoción de capacidades de los individuos, el desarrollo humano y el ambiente, mientras se mantienen como meta la organización y la participación de la población rural en las definiciones de los programas. En coincidencia, Soverna y Bertoni (2014) señalan que existe un cambio de estrategia de los programas en los últimos años, que se basan en un enfoque del desarrollo con mayores grados de integralidad y ampliación del espectro de los problemas de la AF.

Para Lattuada (2014) , el objeto del desarrollo rural experimentó un proceso de aprendizaje incremental a través del cual pasó de centrarse en la pobreza rural absoluta a un enfoque relacional de la misma, integrando entre los beneficiarios de sus acciones a sectores que, sin ser pobres rurales, desarrollan actividades que los incluyen y generan alternativas de viabilidad a sus emprendimientos.

No obstante, Lattuada, Márquez y Neme (2012: 102) señalan que los PDR implementados bajo el paradigma del DTR resultan una “cura efímera” si las condiciones estructurales y las políticas sectoriales resultan adversas. En este sentido, los propósitos de cohesión social, económica y territorial que subordinan lo sectorial agropecuario parecieran más acordes a un contexto europeo que a uno argentino construido sobre una base agraria.

Un caso que merece destacarse en relación con la temática de análisis es el proceso de cambio que se produjo dentro del INTA. Complementariamente al enfoque sectorial (históricamente predominante en la institución) a partir del año 2004, y en el marco de la incorporación de la AF en la agenda de la institución, el INTA adopta la perspectiva del Desarrollo Rural con enfoque territorial para su propuesta de extensión, lo cual se plasma en su Plan Estratégico Institucional (PEI) 2005-2015, pero también en el impulso del Programa Nacional de Apoyo al Desarrollo de los Territorios (PNTER), en el Programa Federal de Apoyo al Desarrollo Rural Sustentable (ProFeder) y en los Proyectos Regionales con Enfoque Territorial (PRET).

En ese marco, la propuesta impulsa el diseño de la extensión a la “medida” de las particularidades concretas de las situaciones que emergen de la especificidad local. Se espera que los equipos de extensión se constituyan en articuladores de los distintos actores y demandas del territorio, en pos de lograr el desarrollo rural (PEI: 44). Este objetivo trasciende la dimensión sectorial en busca de la competitividad sistémica, que incluye la multidimensionalidad de los territorios, un concepto ampliado de lo rural y de los vínculos rural-urbanos.

Desde la propuesta plasmada en el PEI, el desarrollo territorial rural que adopta el INTA busca combinar la estructura tecno-productiva con el contexto cultural y social específico. La hipótesis subyacente es que, para poder desarrollarse, las actividades y sectores sociales deben constituirse en territorios dinámicos, socialmente inclusivos y ambientalmente sostenibles (Sili, 2005, citado en Gargicevich et al., 2010) .

Específicamente, esta estrategia de extensión se compone de cuatro elementos: la transferencia tecnológica, la educación no formal, el cambio institucional y la gestión. En relación con los pequeños productores minifundistas y productores familiares, la estrategia de desarrollo rural territorial propone la incorporación de tecnología apropiada para mejorar su competitividad y la generación de excedentes para el acceso a los mercados. Una de las instancias en las que esta estrategia tuvo eco fueron los Centros de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Pequeña Agricultura Familiar (CIPAF) del INTA, creados en 2005, con el objetivo de generar, validar y adaptar tecnologías apropiadas y apropiables para la agricultura familiar (Hang et al., 2015; Juarez et al., 2015) .

Por otro lado, los proyectos PRET son una figura de gestión y coordinación que incluye la planificación de actividades de investigación / extensión con una mirada territorial con acciones directas en el territorio para dar respuestas a la demanda relevada en los talleres de diagnósticos participativos. Se apunta a que los propios actores de cada territorio participen en la detección de sus problemas y le aporten su visión al INTA para mejorar sus enfoques y estrategias de investigación / extensión.

Conjuntamente, se debe destacar la creación en 2003 del Programa Federal de Apoyo al Desarrollo Rural Sustentable (ProFeder), perteneciente al INTA. El Programa tomó como base a los ya mencionados PROHUERTA, Cambio Rural y Minifundio pero incorporó otros tres programas: el Programa para productores familiares (Profam), los Proyectos Integrados (PI), que articulan a diversos actores y sus capacidades a nivel de las regiones y las cadenas de valor agroalimentarias, y Proyectos de Apoyo al Desarrollo Local (PADL).

La población objetivo del PROFEDER abarca un conjunto heterogéneo de los sectores rurales: desde el PROHUERTA, que atiende a sectores más vulnerables de las zonas rurales y urbanas, hasta el Cambio Rural, que incluye las PyMEs agropecuarias y recientemente incluyó formalmente a los agricultores familiares, pasando por los productores minifundistas, los campesinos y pueblos originarios (Gargicevich et al., 2010) .

Específicamente, en relación con la estrategia de Desarrollo Territorial Rural, más allá de los objetivos e instrumentos de cada programa el PROFEDER se destaca por la promoción y el fortalecimiento de las acciones de articulación interinstitucional en el territorio, trabajando con Municipios, Gobiernos Provinciales, Organismos Nacionales y Asociaciones de productores (Gargicevich et al., 2010) . Este trabajo se plasma en la difusión de tecnologías de insumo / producto y/o en el trabajo organizacional. Para el sector de la agricultura familiar, se desarrolla la generación y adaptación de tecnología específica. De todos modos, como señalan Juarez et al. (2015) , se corre el riesgo de contribuir a la reproducción de la brecha tecnológica entre los actores sociales del agro.

5. Consideraciones finales

En el presente artículo se trajeron al debate las múltiples acepciones que presenta el concepto de desarrollo, haciendo especial hincapié en la articulación de su propuesta con el sector rural en la Argentina.

Particularmente, se observó que, entre las diversas acepciones, la propuesta del Desarrollo Territorial Rural (DTR) ganó protagonismo en el marco de las propuestas de los organismos de financiamiento internacional durante la década de 1990, en el marco de la desregulación y liberalización de los mercados a escala internacional. En ese contexto, este enfoque de desarrollo propone la adaptación a las nuevas condiciones para que los sectores del ámbito rural se inserten competitivamente en los mercados y, así, disminuir la pobreza de los sectores más vulnerables.

En la Argentina, esta corriente del desarrollo rural se influyó en las propuestas de políticas públicas años después, en los primeros años del siglo XXI, pero en el marco de una estructura agraria afectada por las consecuencias de la reestructuración de sus instituciones reguladoras y por el modelo de acumulación basado en la expansión de la agricultura (principalmente de la soja), que generó concentración y exclusión social.

Conjuntamente, la agricultura familiar (AF) creció como nuevo referencial de la política pública en la Argentina, dando cuenta de un heterogéneo conjunto de actores presentes en el territorio, compuesto por medieros, pequeños productores, chacareros, minifundistas, entre otros.

La conjunción de estos dos procesos, el DTR y la visibilización de la AF, influyó sobre el diseño de ciertos programas, algunos de los cuales ya venían funcionando, y especialmente sobre la propuesta institucional del INTA.

Los objetivos generales que propone el DTR son la inclusión y la cohesión social de los agricultores familiares, por medio de la transformación productiva y el desarrollo institucional en los territorios. Así, las actividades de extensión o los instrumentos de intervención de los programas orientados bajo este paradigma durante los últimos años enfatizan la promoción de la organización grupal, la atención de las demandas surgidas en los territorios y la cercanía entre las acciones de investigación y extensión con los productores, entre otras cuestiones.

Sin embargo, retomando las afirmaciones de Lattuada et al. (2012) y Manzanal (2014), esta propuesta resulta escasa si se pasan por alto los factores estructurales del modelo de acumulación dominante en el sector agropecuario argentino y los conflictos presentes en el territorio, los cuales tienden a reproducir la desigualdad que afecta a los sectores de la agricultura familiar.

El presente trabajo se propuso contribuir al debate, en un contexto en el que las medidas económicas (devaluación, quita de retenciones y de subsidios, despidos de personal en programas vinculados a la agricultura familiar) adoptadas entre diciembre de 2015 y los primeros meses de 2016 van en dirección contraria a la revalorización de la agricultura familiar en la agenda política en el país. No obstante, se entiende necesario problematizar cuál es el rol que juegan y por qué medios las políticas públicas pueden mejorar la situación económica, social y productiva de los sectores más postergados del ámbito rural, a fin de construir una propuesta que se erija como alternativa al modelo actual.

Notas

1 El presente artículo se enmarca dentro de los proyectos “Inclusión socio-productiva y territorio en políticas para la agricultura familiar. Estudios de caso en Argentina (PICT 2014-1918); y "Agricultura Familiar y Soberanía Alimentaria. ¿Oportunidades y Desafíos para el Desarrollo Territorial? Estudios de caso en provincias argentinas” (PICT 2011- 0836), ambos de la Agencia Nacional de Promoción Científica y Técnica.

2 Las cursivas son nuestras

3 Recuperado de: http://www.renaf.minagri.gob.ar/index.php?nvx_ver=120# (último acceso: 18-10-2015). Si bien Paz y Jara (2014) señalan que a mayo de 2014 el RENAF llevaba ejecutados 166.537 registros a nivel país, la estimación de 108.793 NAFs se aproxima a los datos del informe de la REAF de 2013, que contabiliza un total de 96.223 NAFs en todo el país, y de Craviotti (2014), que contabiliza a principios de 2014 un total de 93.512 productores.

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