Cuestiones de Sociología, nº 9, 2013. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Sociología

 

Breves consideraciones sociológicas sobre la transición a la democracia argentina (1983-2013)

Ricardo Sidicaro

(CONICET, Argentina)

Desde la óptica conceptual durkheimniana, François Simiand planteó en 1898 las razones por las que la revista L`Année sociologique no tenía una sección dedicada a la sociología política diciendo que “los hechos de gobierno eran demasiado complejos, particulares y muy poco científicamente conocidos como para ser utilizables por la sociología”1, sin embargo, no descartó la posibilidad de encontrar categorías de hechos susceptibles de ser analizados de un modo sistemático. Cinco años más tarde, Èmile Durkheim y Paul Fauconnet retomaron el tema y diferenciaron lo que hoy denominamos procesos de coyuntura de los de estructura. Entre los primeros mencionaron las guerras, las intrigas de cortes o de asamblea y los actos de las personalidades, cuyas “combinaciones, (...) nunca son semejantes a sí mismas, si bien se las puede narrar y, con razón o sin ella, no parecen proceder de ninguna ley definida (...) Por el contrario, las instituciones, aun cuando evolucionan, conservan sus rasgos esenciales durante largos períodos y a veces durante toda la continuidad de una misma existencia colectiva puesto que expresan aquello que existe como lo más profundamente constitutivo de toda organización social. Además, una vez despojadas del revestimiento de hechos particulares que disimulaba su estructura interna, se constató que ésta, aunque variando más o menos de un país a otro, presentaba, sin embargo, similitudes notables en sociedades diferentes (...)”2. Sirvan estas breves referencias clásicas para anunciar los encuadres y límites de las consideraciones sociológicas que desarrollaremos sobre el actual proceso argentino de transición a la democracia.

Los antecedentes: consideraciones sobre la república militar 1930-1983

La transición a la democracia iniciada a fines de 1983 no fue simplemente la salida de la dictadura castrense comenzada en 1976 sino la ruptura con cincuenta y tres años de un sistema de dominación al que aquí caracterizaremos como una república militaren el que, si bien existieron etapas en las que las Fuerzas Armadas no gobernaron directamente, se trató de experiencias de poder originadas en golpes militares y clausuradas mediante iguales procedimientos. Los diversos golpes de palacio que sustituyeron administraciones castrenses, así como las oportunidades de vuelta a los cuarteles, mostraron la autonomía política del poder militar. Movidas por sus intereses corporativos, las intervenciones de los militares en la vida pública contaron tanto con apoyos de sectores de la sociedad civil como de partidos políticos. Sobre el sentido de la acción de los militares golpistas, Gino Germani formuló un aporte conceptual importante en su libro Autoritarismo, fascismo y populismo nacional3 al caracterizar las seis instalaciones de gobiernos de facto como fascismos, o sustitutos funcionales del fascismo, cuyo objetivo era contrarrestar y revertir los procesos de movilización y modernización de la sociedad producidos por sectores de clases intermedias y obrera. Según Germani, a diferencia de los fascismos europeos, basados en los apoyos sociales de clases medias temerosas ante los avances de la clase obrera y de la izquierda, en el caso argentino los militares golpistas buscaron neutralizar supuestas amenazas provenientes del creciente protagonismo social y político de sectores de clase media y obrera. Así, el golpe de 1930 se propuso cerrar el ciclo de politización y de modernización de esos dos sectores sociales objetivamente estimulado por el radicalismo. La dictadura castrense de 1943 orientó en principio sus acciones contra los sindicalistas de izquierda y los actores políticos y culturales progresistas, si bien las divisiones de los militares terminaron llevando a la creación del peronismo, fuerza política que elevó a nivel desconocido la movilización y presencia en el espacio público de los sectores populares; esa consecuencia no había sido parte de los objetivos del GOU. En 1955, el golpe castrense, en tanto alternativa funcional del fascismo, buscó con sus políticas represivas neutralizar la capacidad e importancia adquirida en política por las clases subalternas. Los militares que controlaron el poder en 1962 profundizaron la persecución al movimiento obrero y la ampliaron a todos los reclamos de reformas sociales, políticas y culturales, y esa fue igualmente la finalidad de los golpistas de 1966, oportunidad, además, en la que se hizo explícito el ideario corporativo. La dictadura militar de 1976 superó en todo sentido a las experiencias precedentes.

En nuestra opinión, la perspectiva de Germani aborda adecuadamente los propósitos de los sustitutos funcionales del fascismo que configuraron el núcleo central de la república militar 1930-1983, en la que las Fuerzas Armadas, fuese mediante políticas represivas o como consecuencia de las alianzas y coaliciones que establecieron con sectores de la sociedad civil, produjeron objetivamente la neutralización o desactivación de los actores que en otras sociedades impulsaron el desenvolvimiento democrático de la vida política. En ese sentido, a diferencia de las transiciones a la democracia que realizaron países como Uruguay o Chile, al salir de accidentes dictatoriales, en el caso argentino, en 1983 se inició por primera vez de modo prolongado la construcción de un régimen político democrático.

El antecedente de los años 1916-1930, si bien en tanto “populismo liberal” -como caracteriza Germani al yrigoyenismo-, suscitó como reacción la asonada castrense apoyada por una amplia coalición golpista. La experiencia radical no cambió mayormente el viejo juego político; cabe al respecto, y en relación con la transición en curso, recordar las apreciaciones sociológicas de Carlos Cossio, especialista en filosofía del derecho, quien reflexionando sobre el origen de la democracia electoral en 1912 sostuvo que la entidad jurídica de ciudadano que se creó entonces como universal suponía una condición abstracta que estaba destinada a chocar con los modos de funcionamiento de los partidos y de las instituciones estatales, en los que predominaban sistemas de relaciones y de comportamientos de tipo particularistas que no habían sido alterados, ya que los partidos sin programas, las administraciones clientelistas y los caudillos políticos personalistas eran incompatibles con el ciudadano universal4. Por su parte, José Nicolás Matienzo, precursor de la sociología política en la Argentina, en su libro La revolución de 1930 y los problemas de la democracia argentina, buscó en las insuficiencias del sistema gubernamental y en la gran concentración de poder presidencialista las causas del fracaso diciendo que: “en un país como el nuestro, donde hay tanta gente aficionada a vivir del tesoro público, el manejo discrecional de las rentas nacionales permite al presidente crearse una enorme clientela de favoritos utilizables en las elecciones, en la prensa, en la propaganda y en otras esferas de la vida política”.5 Por cierto, la insensibilidad reinante en 1930 frente a la tergiversación del orden constitucional puede considerarse como un observable empírico de la ausencia de una cultura política democrática. Así, con la asonada del `30, con más participación civil que castrense, se inició legalmente la república militar con la acordada de la Corte Suprema de Justicia que reconoció la legitimidad de las nuevas autoridades aduciendo que las mismas se habían comprometido a respetar la constitución nacional y que contaban con los medios militares y policiales para hacerla cumplir.

Irving Horowitz propuso el concepto la norma de la ilegitimidad para dar cuenta del componente de la cultura política latinoamericana que aceptaba como normal las intervenciones militares en política en razón de concebir al Estado como una agencia de poder y considerar legítimos a los gobernantes en tanto mostraban eficacia para resolver problemas económicos y sociales, visión desde la cual se relativizaba la falta de legalidad constitucional no sólo de los modos de acceder al control del poder estatal sino, también, de las más diversas violaciones de los procedimientos formales de representación de la sociedad y uso de los instrumentos gubernamentales6. Esa cultura política se puso en evidencia en el caso argentino en el modo en que amplios sectores de la sociedad aceptaron los golpes de Estado o de palacio mostrando expectativas por los eventuales resultados de las gestiones militares que reemplazaban a autoridades civiles o castrenses sin otro fundamento que el uso de la fuerza. En especial a partir de 1955, las luchas entre elites militares por colocar a sus clientelas y parentelas en puestos públicos fue un factor de pérdida de eficacia de las funciones estatales, y lo mismo sucedió con sus efímeros sucesores civiles, quienes al no contar con partidos con vida interna democrática medianamente estable carecieron de mecanismos para seleccionar dirigentes idóneos técnicamente para administrar los asuntos públicos, y encontraron en sus círculos de leales y parientes a sus futuros funcionarios.

En la medida que los golpes de Estado fueron apoyados y/o aceptados por amplios sectores de la opinión pública y sus jefes proclamaron defender los principios más diversos, no es sorprendente que en muchas crónicas históricas, en estudios de ciencias sociales y en el pensamiento político en general se hayan resaltado aspectos parciales de sus iniciativas y naturalizado el prolongado sistema de dominación castrense; y todo se presentó como sí simplemente hubiesen existido periódicas alteraciones del orden democrático. Por otra parte, los críticos de algunas de esas experiencias dictatoriales no dejaban de cifrar expectativas positivas en el eventual recambio surgido de las Fuerzas Armadas. Sin proponérselo expresamente, los más disímiles actores sociales aportaron a la aceptabilidad de la condición de súbditos que ocupaban en la república militar. Frente a la supresión o limitación del pluralismo político, surgieron escasas iniciativas desde la sociedad civil reclamando la plena vigencia del orden constitucional y las críticas se fundaron, en general, en la ineficiencia o parcialidad de las decisiones socioeconómicas, tema en el que se especializaron las corporaciones empresarias y sindicales, la mayoría de cuyas dirigencias no reveló interés por el pluralismo democrático. En esa situación, la prioridad de los enfoques economicistas contribuyó a debilitar las argumentaciones políticas en general, tanto de los gobiernos militares como de sus sucesores. Sin la vigencia plena de las libertades y derechos democráticos, los reducidos cenáculos de dirigentes políticos sin instancias organizativas se dedicaron a producir relatos destinados a reivindicar recuerdos que los reconfortaban. En sentido estricto, la falta de propagandas partidarias hizo que las historias más o menos fantasiosas de la política fuesen transmitidas en los ámbitos familiares bajo formatos emotivos, uno de cuyos efectos objetivos fue convertir los acontecimientos públicos en anécdotas privadas.7. Sin quererlo conscientemente, ese tipo de socialización política de sobremesa contribuyó, seguramente, a difundir las creencias que suponían que el futuro estaba en el pasado. Por otra parte, la censura en el dominio educativo y cultural impuesta bajo modalidades diversas redujo las reflexiones críticas y complejas sobre temas nacionales e internacionales. Reducidos los ámbitos civiles de elaboración de ideas, los discursos monocordes del poder autoritario instalaron sus opciones incluso en los ámbitos opositores. Limitada la participación democrática, los partidos en crisis se fueron transformando en confederaciones laxas de dirigentes sin mayores vínculos con cuadros intermedios, ya que sin cursus honorum ni probabilidades cercanas de vivir de la política en sentido weberiano faltaban los incentivos simbólicos y materiales para la participación. Los cuestionamientos por la vía de la violencia a la dominación castrense, o a sus gobiernos sucesorios, completaron la complejidad del medio siglo: la revolución radical de Paso de los Libres de 1932, los Comandos Civiles de 1955, las resistencias peronistas, las organizaciones guerrilleras de los ’60 y los ’70, fueron iniciativas que movilizaron descontentos de minorías activas. Aún cuando pudieron tener un cierto impacto en parte de la opinión pública, esos hechos no modificaron la realidad política y estuvieron muy lejos de ser el comienzo de revoluciones democráticas.

La aceptación social del militarismo conoció un verdadero colapso en 1982, cuando las movilizaciones multitudinarias que primero acompañaron la guerra del Atlántico Sur, a la hora de la derrota repudiaron a las Fuerzas Armadas en su conjunto, generando la efervescencia que suturó momentáneamente el tejido social atomizado por el terror represivo y fragmentado por la crisis económica. En esta situación surgieron las representaciones colectivas antimilitaristas que fueron decisivas para crear la nueva conciencia pública, condición de posibilidad del inicio de la transición a la democracia.

Consideraciones sobre la etapa 1983-2001

Max Weber explicó que la creación de burguesías modernas necesita la existencia de Estados cuyas acciones puedan preverse racionalmente y que en su ausencia sólo surgen hombres de negocios inclinados al capitalismo aventurero; Barrington Moore propuso una síntesis terminante: “sin burguesía no hay democracia”; Immanuel Kant resumió las condiciones de aparición del ciudadano: libertad legal, igualdad civil e independencia civil; obviamente, inexistentes durante la republica militar. La política como profesión no había sido ejercida de modo relativamente continuo en ninguna de las fuerzas electorales que se disputaron la primacía en 1983, y los notables con más figuración en la escena pública sólo podían contar con la colaboración de seguidores sin experiencia política. El sentido común sobre los asuntos públicos surgido de medio siglo de restricciones políticas mal podía desaparecer instantáneamente y sus consecuencias, además, no fueron objeto de reflexión por quienes encararon los cambios democráticos.

En la esfera de prácticas religiosas se diferencia a los clérigos de los profanos, y Pierre Bourdieu retomó esas denominaciones para designar un tanto metafóricamente a los agentes dominantes, o profesionales, y a los simples electores, o profanos, en sus análisis del campo político. En la medida en que la transición a la democracia en la Argentina, comenzó con un claro déficit de profesionales de la política, hemos optado por agregar a los agentes bourdieusianos a quienes en el lenguaje religioso se llama legos, que son laicos que auxilian ritos sin tener conocimientos que los habiliten para oficiarlos. La entrada de legos políticos, es decir de amateurs sin experiencia, fue obviamente una consecuencia de la historia precedente, y en tanto recién con el fin de la dictadura comenzó a conformarse el nuevo campo político, las regulaciones del mismo distaron de ser claras, y sin cierres, en sentido weberiano, se instalaron en posiciones públicas personas carentes de la socialización que los partidos no estaban en condiciones de proveer. Si en las democracias consolidadas a las que se refieren los conceptos de Bourdieu los profanos aceptan delegar en los dirigentes partidarios una representación que escapa a su control, ya que los profesionales de la política adoptan estrategias cambiantes a partir de las luchas que libran en el campo político, dicha delegación no supone la existencia de mayores compromisos hacia quienes la otorgan. La relación asimétrica de los políticos profesionales que asumen el rol de portavoces de sus seguidores en la medida en que logran convencer a éstos de que acepten las ideas y (di)visiones de la sociedad que les proponen, supone ganarse su confianza en tanto representantes. Dicha dinámica de la democracia política, reconocible donde la misma tiene tradición e historia, suponía una tarea difícil de concretar en las condiciones que existían en la etapa argentina abierta en 1983.8 Los mecanismos de representación-delegación propios del fetichismo de la política carecían del asentamiento temporal de las democracias consolidadas y los nuevos ciudadanos no se encontraron ante verdaderos políticos profesionales sino frente a notables con repertorios discursivos un tanto antiguos y a los amateurs o legos. En las democracias consolidadas, los partidos con historia y sus jefes y pequeños jefes manejan con experiencia adquirida durante años y con sentido práctico, el ofrecimiento de la representación-delegación, y consiguen la confianza de los profanos que puede debilitarse en coyunturas de crisis económica o de escándalos. La labor de teatralizar la representación, la creencia de que “estamos todos en el mismo barco” y de que los representantes no tienen intereses propios, se hace entonces más verosímil. Pero dada la fragilidad de una transición a la democracia como la argentina, aun cuando los profanos depositaron confianza inicialmente en los dirigentes partidarios, la falta de estructuras partidarias hizo que la relación de representación-delegación propuesta por los notables y la falta de pericia en materia de teatralizar representaciones de los legos que los secundaban, no consiguiese retener lealtades prolongadas de los profanos que, al salir de la condición de súbditos de la república militar, cifraron en la incipiente democracia expectativas simbólicas y de bienestar material que no resultaban satisfechas.

Empleando un concepto propuesto por Michel Offerlé9, puede decirse que la ideología antimilitarista estableció las fronteras de la democracia, y sus simplificaciones brindaron las referencias negativas que evitaron mayores discusiones y repeticiones de los antiguos conflictos entre las dirigencias radicales y peronistas. La idea un tanto mágica de que se podía olvidar el pasado y proclamar el año fundacional de una nueva época, chocó, sin embargo, con los habitus sedimentados durante los cincuenta años anteriores en los que la norma de la ilegitimidad había sido naturalizada no sólo por los agentes centrales de las luchas políticas sino también por la sociedad en general. Salvando las distancias, lo que Arno Mayer10 definió como la persistencia del antiguo régimen, o las asincronías de los cambios culturales y políticos de superación de los pasados históricos, es un esquema explicativo útil para pensar, nuestra transición. Salir de la república militar, y abandonar habitus y sistemas de disposiciones incorporados, suponía, en principio, una ruptura que no le resultó fácil a ninguno de los actores políticos y corporativos con peso en la escena pública. El militarismo residual fue la más evidente persistencia, pero el sindicalismo peronista y la Sociedad Rural Argentina, antípodas del espacio corporativo, demoraron notoriamente en adaptarse a las nuevas reglas. Las ineficiencias estatales parecieron impermeables a las reformas. Cambiar los modus operandi de las policías o de la justicia implicaba labores igualmente difíciles de encarar. Juan Linz diferenció las redemocratizaciones que siguen a los periodos dictatoriales más o menos breves de las democracias que se establecen por primera vez y afirmó que en el segundo caso la falta de experiencia democrática genera obstáculos más difíciles ya que no hay memoria colectiva de los errores que llevaron a los regímenes autoritarios. El caso vernáculo puede verse como intermedio, ya que si bien se trata de una transición sin verdaderos precedentes, las experiencias semi-democráticas y la repetición de golpes militares suscitaron motivos de reflexión. También el citado politólogo señaló que los autoritarismos que pierden el poder sin revoluciones democráticas son los que dejan más obstáculos a los cambios que deben implementar sus sucesores.11

La supervivencia de las prácticas propensas a relativizar el valor del orden normativo, visto como formalidad, fue tanto más probable en la medida en que la dictadura militar había agudizado en extremo la pérdida de reconocimiento de las instituciones estatales. Pedir el acatamiento a las reglas de la democracia se hacía dificultoso, por otra parte, ya que durante el medio siglo anterior, la palabra democracia había perdido sentido tanto por el uso que le dieron los gobiernos militares como sus sucesores civiles. En términos de la teoría de los actos de habla de John Austin12, se había registrado una “decoloración” de las nociones república y democracia ya que la supresión de la división de poderes bajo los autoritarismos castrenses le quitaba sentido a la primera en tanto que las restricciones a las libertades o las proscripciones vigentes en los intermezzos de sus sucesores vaciaban el significado de la democracia. Así, el primer sexenio democrático conoció conflictos corporativos similares a los de etapas anteriores, incluidos los protagonizados por el militarismo residual. Pero en lo que respecta a la transición a la democracia, la alternancia gobierno-oposición de 1989 fue una prueba de la profundidad de los cambios en curso.

Sin duda, el espíritu público antimilitarista incidió en la unidad de los dirigentes políticos, que mostraron una hasta entonces desconocida decisión de excluir definitivamente a los uniformados del juego político. Las amenazas derivadas de eventuales retornos militares no fueron ajenas a esa comunidad de acciones. A pesar de que los intentos de renovación llevados a cabo por las corrientes más modernas de las dos principales fuerzas electorales, no lograron sus objetivos, contribuyeron a generar relaciones de cooperación que iniciaron la construcción de una clase política y un campo político con reglas y límites que superaban las formas de conflicto conocidas anteriormente. En 1994, la reforma constitucional pactada le permitió a todas las entidades electorales encontrar beneficios, a la vez que las actualizaciones incorporadas al texto de la Constitución mejoraron los derechos de la ciudadanía. En la medida en que la crisis de los partidos llevaba a la mayor autonomía de las dirigencias provinciales y municipales y a profesionalizar la política con anclajes administrativos, la fragmentación social y sus consecuencias fueron los temas que desplazaron los contenidos de los programas más ambiciosos de épocas anteriores. La mayor atención puesta en el llamado paso del peronismo de partido sindical a partido clientelista, suele dificultar las observaciones sobre la manera en que se transformó la lógica de representación en esa entidad política, al igual que en otras en la medida en que, con el régimen democrático, sus interlocutores dejaron de ser sectores sociales y ese lugar fue ocupado por el vecindario policlasista.

Lo que en otras latitudes se denominó el fin de las ideologías como rasgo de la actual etapa de la modernidad se concretó en el subperíodo considerado en el giro neoliberal compartido por peronistas, radicales y fuerzas menores de todo color ideológico anterior, que acordó un lugar central al capitalismo globalizado, cuya presencia produjo múltiples consecuencias de las cuales sólo nos referiremos a las relacionadas más directamente con el proceso de transición democrática. Zygmunt Bauman planteó una caracterización de los agentes de la globalización que resulta pertinente para formular algunos interrogantes sobre el análisis de la etapa que nos ocupa. Para Bauman, la acción del capital global puede asemejarse a la de los terratenientes absentistas de antaño (por cierto, actores conocidos de la historia argentina), quienes se desinteresaban de las necesidades de las poblaciones que les proveían ganancias y cuyos problemas locales eran administrados por dirigentes políticos poco preocupados por las cuestiones nacionales. El citado autor señala que, a diferencia de los terratenientes absentistas sin posibilidad de movilidad espacial de sus inversiones, los capitales globales del siglo XX cuentan con la ventaja de poder abandonar los países en los que operan.13 En la medida en que con la globalización declinó la influencia sobre las decisiones públicas de las corporaciones locales, a la vez que retrocedieron las potestades estatales en materia de intervención económico-social, las ideas de los actores políticos argentinos, que ya eran simples en tiempos de la república militar, se simplificaron aún más. Muchos de los rasgos de lo que Cornelius Castoriadis define como el ascenso de la insignificancia14 fueron fáciles de reconocer en los planteos, no ya de la gente común, sino de quienes ocupaban responsabilidades en los más diversos dominios públicos y privados. Los capitales globalizados, sin mayores razones para hacerse representar por dirigencias políticas o corporativas vernáculas, optaron por tener como intermediarios a los embajadores-lobbistas, quienes encontraron interlocutores dúctiles y complacientes en las esferas estatales, que reconocieron la validez de sus exigencias de continuidad jurídica y, digamos, todos contribuyeron a la estabilidad democrática. Cuando las presiones sociales y los descontentos estallaron, la movilidad del capital global y sus inversiones mundialmente distribuidas no los convirtieron en actores amenazantes de la democracia y, globalización mediante, buscaron reparaciones en los tribunales internacionales. Los actores corporativos locales fueron, sin duda, más beligerantes políticamente y el buen manejo de la norma de la ilegitimidad les dio resarcimientos que les proporcionaron las ganancias propias de su condición de hombres de negocios del capitalismo aventurero en el sentido de Weber.

Consideraciones sobre la etapa de la transición 2002-2013

La fragmentación y la creciente heterogeneidad social profundizada con los procesos de globalización, habían tenido como consecuencia la dificultad de los partidos para representar políticamente a los ciudadanos, ya que sus demandas y preocupaciones se personalizaron, y al dejar de conformar colectivos sociales estables, las interpelaciones unificadoras de otras épocas perdieron eficacia. Con el alejamiento de las tradiciones culturales y el deterioro de la cohesión social, como sostiene Bernard Manin, los partidos de las democracias contemporáneas ven caer su capacidad de retener la lealtad de los electores a causa de “la individualización de las condiciones profesionales, la desagregación de las formas de inserción social propias de la sociedad industrial, la elevación del nivel de educación y el consecuente debilitamiento de la deferencia hacia la autoridad o los portavoces y, también, de lo difundido por los medios de comunicación”.15 En el caso argentino, se agregaron todas las consecuencias negativas derivadas de la modalidad pasiva de participación en los procesos de globalización, que tuvieron en la política de convertibilidad monetaria el símbolo de la decisión de renunciar a las potestades estatales, opción en la que convergió la mayoría de los miembros encumbrados y secundarios de la clase política del decenio que se cerró en 2001. Así, los efectos políticos y culturales modernizadores derivados de la transición a la democracia se combinaron con los provenientes de la nueva inserción en el mundo. Si, como sostenía Germani, el militarismo recurrente apuntaba a contrarrestar las tendencias a los cambios políticos, sociales y culturales impulsados por sectores obreros e intermedios, desde 1983 ese tipo de transformaciones tuvieron otros promotores que operaron superando en parte los elementos de persistencia del pasado expresados por los notables de la clase política. Probablemente, los cambios en las subjetividades estuvieron entre las causas de las crecientes críticas a los dirigentes partidarios y las instituciones parlamentarias y gubernamentales que comenzaron a registrarse en los estudios de opinión a los pocos años de iniciado el proceso de transición a la democracia. Debió jugar igualmente la frustración relativa, el llamado desencanto, que suele surgir de las diferencias entre las expectativas y los logros reales de todo cambio político, todo agravado por las impostaciones de los notables y el amateurismo de los legos que no consiguieron hacerles creer a amplios sectores de profanos que el poder de delegación que solicitaban aseguraba la representación de sus intereses.

Las protestas de finales de 2001 contra el conjunto de los miembros de la clase política, fuesen del gobierno o de la oposición, fueron una verdadera rebelión de los profanos, cuyo nivel de legitimidad debe estimarse sobre la base de la amplia aceptación de sus reclamos. Si cabe definir la significación de esas movilizaciones como el cierre de un subperíodo es por sus consecuencias prolongadas: la desarticulación del campo político que llega hasta nuestros días y la atomización creciente no sólo de los anteriores grupos partidarios sino también de los frentes circunstancialmente formados. Los notables con más tradición en la profesión política y los legos incorporados desde el comienzo de la transición, a los que la sociedad les fue paulatinamente retirando su confianza, fueron objetados con múltiples argumentos pero todos coincidían en el carácter no representativo de sus desempeños. Aun cuando con la crisis de 2001 no se alteró la continuidad de la transición, la norma de la ilegitimidad ganó un evidente predominio en las relaciones políticas.

Las elecciones presidenciales realizadas en el año 2003 distaron de ajustarse a las reglas de una competición democrática; en ausencia de una fuerza partidaria alineada claramente en las orientaciones adoptadas por la fracción kirchnerista que alcanzó el control de la cúspide del aparato estatal, el gobierno pasó a operar como un sustituto funcional de un partido oficialista; los sistemas de intercambios que se establecieron desde la cima del poder consiguieron apoyos de sectores heterogéneos que, a falta de debates para unificar ideas, encontraron en el personalismo presidencial el principal factor de coincidencia; las relaciones de representación-delegación adquirieron un formato extremo al perder autonomía de decisiones la mayoría de los jefes provinciales y municipales disciplinados al Poder Ejecutivo.

El funcionamiento de la democracia electoral, o sus procedimientos, no se vio mayormente alterado, pero dada la desarticulación del campo político, el tema de la legitimidad republicana despertó múltiples controversias. En condiciones en las que las figuras más visibles de la oposición encontraban en el armado de frentes efímeros el medio de postular sus candidaturas, el juego político tendió a profundizar la autonomía de la representación-delegación de los electos de la oposición, cuyas coaliciones, básicamente formales, se disolvían. El transfuguismo, con apellidos de ocasión, distó de ser anécdota. Los jefes personalistas o postulantes a serlo no lograron pasar a la categoría de líderes carismáticos ya que la fragmentación social no proporcionaba sustratos susceptibles de generar admiraciones emotivas fuertes, y mostrándose conscientes de sus déficits, la alternativa de quienes contaban con capitales políticos institucionales fue actuar como líderes negociadores que conseguían lealtades mediante trueques de bienes materiales o simbólicos. En la caracterización que he propuesto sobre el kirchnerismo inicial, estimé adecuado emplear en términos metafóricos lo que en química se denomina “suspensión coloidal”: un medio fluido en el que flotan partículas sólidas sin mayores contactos entre sí. La mayoría de los dirigentes de los sectores marginados y desocupados no ocultaron su críticas a los sindicalistas; los miembros de las entidades de defensa de derechos humanos venían de una historia de conflictos con la mayor parte de los dirigentes políticos peronistas; quienes se sintieron convocados por la transversalidad competían entre sí; los antimenemistas de primera hora desconfiaban de los de conversión reciente” 16

Lo que no pocos observadores han visto como la crispación de las relaciones políticas inspirada en Carl Schmitt, en realidad son actitudes que cabe adjudicar a la inflexibilidad derivada del vacío ideológico dejado por la falta de ámbitos efectivos de deliberación política, y teatralmente cubierto por relatos plenos de sonidos y furias. En el plano de la sociedad, los huecos programáticos generan una despolitización que se tiñe con apreciaciones estéticas sobre los personajes públicos y que más allá de los signos oficialistas u opositores despiertan, es cierto, la emoción de los emocionables.

Ante la descomposición de clase política conformada en el subperíodo precedente, la aparición de nuevas dirigencias susceptible de regir sus iniciativas con criterios de colaboración democrática, con independencia de sus filiaciones electorales, se encontró probablemente obstaculizada a nivel nacional por la estrategia del gobierno-partido oficialista pero no faltan las observaciones que sugieren que en los planos provinciales y municipales los desarrollos fueron distintos. A pesar de la poca actualización de los imaginarios políticos, las divisiones un tanto arcaicas fundadas en acontecimientos pasados han tendido a dejar de influir en virtud de la modernización cultural general que de hecho entra en pugna con los viejos recuerdos de sobremesa, que hoy, además, también a causa de la crisis de la institución familiar. Las referencias negativas al militarismo fueron, probablemente, el plano de mayores acuerdos y de revitalización periódica de los puntos de unidad en el seno de la sociedad y por ende de quienes se preocupan por las cuestiones públicas. Los resultados de las mediciones de opinión pública que sitúan a la Argentina entre los países con mayores porcentajes de preferencias por el régimen democrático muestran, en parte, una población disponible a participar políticamente que carece de dirigencias capaces de ofrecerles las alternativas para hacerlo. Las repetidas movilizaciones públicas protagonizadas por sectores profanos indignados, son igualmente, datos que permiten plantear conjeturas en el mismo sentido.

Notas

1 Simiand, François, “Pour une sociologie scientifique: La revue l'Année sociologique de E. Durkheim. Conclusions à l'Année sociologique française ” (1898), en Revue de Métaphysique et de Morale, 1898, pp. 652-653). Reproducido en Simiand, François, Méthode historique et sciences sociales. (pp 85-86), Paris: Éditions des archives contemporaines, 1987.

2 Durkheim, Ëmile: Textes 1, Éléments d`une théorie social, Paris, Minuit, 1975, Durkheim, Ëmile y Paul Fauconnet: “Sociologie et sciences sociales (1903)”, p.147.

3 Germani, Gino: Autoritarismo, fascismo y populismo nacional, Buenos Aires, Temas, 2003.

4 Cossio, Carlos: La revolución del 6 de septiembre, Buenos Aires, Librería y Editorial La Facultad, 1933, p.146.

5 Matienzo, José Nicolás: La revolución de 1930 y los problemas de la democracia argentina, Buenos Aires, Librería Anaconda, 1930, p. 49.

6 Horowitz, Irving Louis. “The Norm of Illegitimacy: The Political Sociology of Latin America”, en Latin American Radicalim, Editada por Irving Louis Horowitz, Josué de Castro y John Gerassi, Nueva York, Vintage Books, 1969.

7 Con respecto a las estructuras de las narraciones políticas, ver, Seblín, Eric: El poder del relato. Revolución, rebelión, resistencia, Buenos Aires, Interzona, 2012.

8 Bourdieu, Pierre: “La representation politique”, Actes de la recherche en sciences sociales Nº 36-37, 1981 y “La delegación y el fetichismo de lo político”, en Cosas dichas Buenos Aires, Gedisa, 1988.

9 Offerlé, Michel. Perímetros de lo político. Contribuciones a una sociohistoria de la política. Buenos Aires, Editorial Antropofagia, 2011, p.88

10 Mayer, Arno:. La persistencia del Antiguo Régimen. Madrid. Alianza. 1984.

11 Linz, Juan “Transiciones a la democracia”, Revista española de investigaciones sociológicas, Nª 51.

12 Austin, John L. Cómo hacer cosas con palabras. Barcelona: Paidós, 1971.

13 Zygmunt Bauman. La globalización. Consecuencias humanas. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999, p. 18.

14Al respecto, ver Castoriadis, Cornelius. El ascenso de la insignificancia, Madrid, Ediciones Cátedra, 1998, pp. 83-102.

15 Manin, Bernard. Principe du gouvernement représentative, Paris, Champs. 2012, p. 311.

16 Sidicaro, Ricardo Los tres peronismos. Estado y poder económico, Buenos Aires, Siglo XXI, 2010, p.258.

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