Cuestiones de Sociología, nº 9, 2013. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Sociología

 

Logros y deudas de la democracia

María Luisa Femenías

(CINIG - FaHCE / UNLP, Argentina)

Poco antes de ser guillotinada en 1793, Olympes de Gouges redactó, como se sabe, la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana habida cuenta de que a esa altura de los acontecimientos era una palmaria obviedad que las mujeres no estaban efectivamente contempladas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el ciudadano.1 Varias cuestiones conceptuales e históricas precipitaron su exclusión, al punto de convertirse el “universal” en meramente masculino (como en nuestra vieja Ley Sáenz Peña) y los “derechos del hombre” en derechos de algunos varones y ninguna mujer. Sin que sea este el momento de entrar en detalles, el artículo sexto de la Declaración de de Gouges sostiene que

“La ley debe ser expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas y Ciudadanos deben participar en su formación personalmente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma para todos; todas las ciudadanas y todos los ciudadanos, por ser iguales a sus ojos, deben ser igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según sus capacidades y sin más distinción que la de sus virtudes y sus talentos”.

Desde el siglo XIX hasta hoy, se desarrolla el largo proceso para obtener tan simple objetivo: la igualdad ante la ley. Como en el resto del mundo Occidental, nuestro país no fue ajeno a esa fuerza igualitarista conformada por anarquistas, liberales, librepensadoras, mujeres de sectores populares, socialistas, inmigrantes, mujeres de la élite ilustrada, políticas, trabajadoras, entre otras, y algunos varones progresistas que las acompañaron en sus reivindicaciones: en el derecho a tener derechos (como dijera Hannah Arendt para otros contextos) o en el derecho a ingresar a la mayoría de edad y servirse del propio entendimiento (si preferimos las palabras de Kant). Sin embargo, nuestro país pasó de ser señero en América Latina a soportar la imposición de un ethos retrógrado: la razón, la dignidad, el respeto, las diferencias, la equidad y la igualdad -por mencionar sólo algunas marcas fundamentales- fueron negadas en el doble registro de “humanos” y “mujeres”.

En los últimos años, mucho se ha investigado sobre la especial saña con que se torturó a las mujeres en general y a los varones que no respondían al modelo hegemónico, en particular; no volveré sobre eso ahora. Han pasado treinta años de la recuperación de la democracia y ahora me interesa volver sobre la pregunta que Foucault pone en boca de Kant “¿Qué es lo que pasa ahora?” o “¿Cuál es mi actualidad?”.2 La pregunta resulta tan iluminadora como pertinente porque favorece la localización y la situación de otras tantas preguntas que, una vez asumidas, facilitan una lectura generizada de la situación actual de las mujeres y de las “tecnologías políticas” que rigen nuestra actualidad, como un largo y lento ejercicio de poder individualizante. Adopto la denominación “poder individualizante” como legitimador y constructor de formaciones discursivas, para recortar a las mujeres de lo que alguna vez Celia Amorós denominó “las idénticas”; las que funcionan bajo el imperativo de la “naturaleza”, de la “esencia” o del “eterno femenino”, según de Beauvoir, tradicionalmente sustraídas a la historia y los derechos humanos, al punto de necesitarse la redundancia –DD.HH. de las mujeres- a fin de darles visibilidad.

Me interesa recordar que a la hora de la recuperación de la democracia, a finales de 1983, las mujeres contábamos con un símbolo incuestionable: las Madres y las Abuelas, cuyo valor era reconocido nacional e internacionalmente. En esos precarios inicios, su presencia simbólica en términos de “mujer-madre” consolidó la visibilidad y audibilidad de las mujeres en general y selló la diversidad de sus luchas y de sus reclamos. Sacados a la esfera pública, la maternidad y el cuidado produjeron una inversión de sentido, y generaron por extensión un efecto legitimador de los reclamos históricos de todas las mujeres. Sobre ese anclaje, los más diversos sectores de mujeres autoconvocadas del país reclamaron beneficios efectivos anclados en la ciudadanía plena; es decir, derechos qua ciudadanas mujeres más allá del rol de “cuidadoras”. El espacio público, que había sido pensado como homogéneamente masculino, desapareció: la voz de las mujeres adquirió autoridad tras años de censura, y sus (nuestras) demandas fueron audibles, creíbles y compartidas por el grueso de la población, mujeres y varones, con la incipiente presencia de identidades trans.

Por aquél entonces, las dos primeras y más reclamadas leyes fueron la Ley de divorcio vincular y la Ley de patria potestas compartida.3 Me interesa subrayar su importancia social y legal con sus efectos legitimadores. En primer término, las leyes mencionadas legalizaron las disoluciones matrimoniales de hecho, legitimaron las segundas uniones y sus hijos ante la ley, y abandonaron la categorización patriarcal entre “legítimos” y “naturales” de los hijos, marca en las partidas de nacimiento de los niños nacidos de uniones donde al menos uno de sus miembros contaba con un casamiento previo “indisoluble”, tal como se lo consideraba entonces. Treinta años después, a la generación que nació y creció bajo estas y otras leyes de la democracia, le resultará casi inimaginable que miles de niños tuvieran que ser inscriptos bajo la leyenda de “hijo natural” y carecieran de derechos en paridad. Fue la época de las “fiestas de divorcio”. Algunos sectores, no obstante, reaccionaron apocalípticamente anunciando la futura disolución de la sociedad, la moral, la dignidad y muchas otras catástrofes, que ya he olvidado. Más aún, las mujeres que carecían de derechos sobre nuestros hijos, a partir de la ley de patria potestas compartida podían y debían otorgar consentimiento para cualquier toma de decisión sobre ellos (salidas del país, operaciones, etc.). Afortunadamente, las nuevas generaciones sólo ven en películas referidas a sociedades fuertemente patriarcales cómo algunos padres varones pueden legalmente impedir que las madres tengan contacto con sus propios hijos.

Pero esas leyes sólo fueron el inicio. Sería fácil hacer una enumeración de todas las nuevas leyes sancionadas a partir de entonces, pero no haré esa lista. Sí me interesa subrayar que, si desde 1947, con la ley 13.010, las mujeres pudieron sufragar, hubo que esperar hasta este último y más largo período democrático del país para hacer visible el lema de los setenta, “lo personal es político”. A partir de 1986, comenzaron a multiplicarse las reformas, luego de que la legislación de familia igualó a todos los hijos ante la ley, admitió el divorcio vincular y sancionó la patria potestas compartida; los derechos se extendieron rápidamente: pensión a las concubinas y derecho alimentario para sus hijos menores, ratificación de la Convención contra todo tipo de discriminación de las mujeres, ratificación de la Convención de Belém do Pará sobre toda forma de violencia contra la Mujer (actualmente texto Constitucional a partir de la reforma de 1994), ley de Prevención de la Violencia Doméstica, Ley de Cupo femenino en las listas electivas de los partidos políticos (también incorporada a la Constitución Nacional), ratificación del Protocolo Facultativo de la CEDAW, la ley de trabajo doméstico, entre otros. Esta enumeración, ni cronológica ni exhaustiva, sólo sirve de ejemplo para mostrar cómo leyes fuertemente reclamadas comenzaron a consolidar espacios de derechos en una sociedad que constantemente lucha por ampliar su horizonte democrático. Con ese objetivo, se sancionaron también las leyes de matrimonio igualitario y de identidad autopercibida, que vinieron a dar reconocimiento y legitimidad a colectivos históricamente relegados.

Ahora bien, ¿cómo podemos entender el nivel de “progresos” y “logros” en el rubro “Derechos” en comparación con un relativamente magro balance a nivel social: la discriminación, la violencia, el incumplimiento de las leyes aún pueden detectarse sin realizar análisis profundos. Entonces, ¿cómo es posible este aumento sistemático y sostenido del reconocimiento legal de los derechos de ciudadanía, civiles y laborales de las mujeres y de las diversidades sexuales en contraste con la feminización de la pobreza, la desprotección en salud, la precariedad laboral, la discriminación social y tantos otros? Diversas teorías contribuyen a la explicación del fenómeno, y dejan al descubierto un “reservorio sexista y racista” de la sociedad. Si bien los derechos se establecen sobre un marco legal universalista según el cual todos los habitantes de este país sin distinción de sexo, etnia, opciones sexuales o religiosas tienen garantizados sus derechos ante la Ley, el real usufructo de derechos aún no se alcanza. El tejido vincular social retiene aún sexismos y racismos, muchas veces potenciados entre sí, que operan de modo fuertemente reactivo Desmontar esos mecanismos es el desafío actual de la Democracia.

Es sabido que las Leyes no se cumplen automáticamente conforme lo estipulado por la Constitución. El tejido social mantiene estructuras discriminatorias y excluyentes que responden a un orden consuetudinario basado en tradiciones, que se fundamentan en el derecho a la libre asociación, a la preferencia personal, al gusto, a la libertad de expresión o de creencia; todos derechos legítimos. Con todo, sigue siendo preciso deconstruir el modelo instituido por la tradición que encubre los modos en que el sexo, la etnia, la clase social y la educación, a veces de modo casi imperceptible pero efectivo, operan como dispositivos sociales de exclusión. Es decir, las políticas públicas y sociales deben trabajar intensamente en esa zona a los efectos de que los sujetos empíricos usufructúen efectivamente de los derechos anunciados por la Constitución y las leyes.

Además, queda al menos una deuda histórica pendiente para las mujeres: la Ley de derechos sexuales y reproductivos no contempla aún la posibilidad de libre elección de aborto seguro y gratuito. Se les niega así, en general, el derecho pleno de decidir sobre sus propios cuerpos. La democracia no debe aceptar ciudadanías tuteladas; para el caso de las mujeres, en un doble sentido: carecer de derechos plenos sobre el cuerpo propio y, a la vez, impedir el propio discernimiento, la decisión y la responsabilidad sobre las propias decisiones y sus consecuencias; la tutela ratifica esa minoría de edad tan denunciada, que aún se mantiene en aspectos vitales de la vida de las mujeres. Mientras tanto, el Estado y la sociedad ignoran que miles de jóvenes mujeres mueren o sufren graves secuelas por el resto de sus vidas a causa de abortos clandestinos, mal realizados.

Para concluir, rescato el valor simbólico positivo del reformismo legalista, condición necesaria aunque no suficiente para la equidad de sexo-género. Se trata de un dispositivo simbólico necesario y oportuno legitimado por su interpelación a la sociedad en aras de transformar las estructuras que sostienen, legitiman y encubren la inequidad. Asimismo, la categoría de “género” abrió las bases materiales para analizar la exclusión social y vincular de las mujeres (y las diversidades sexuales), lo que abrió el espacio a una significativa contracultura que alienta reformas sociales relevantes. El reconocimiento de la pluralidad de significados de “género”, la necesidad de instar a la construcción de nuevos sujetos de derechos y de redefinir la política más allá de las estructuras formales de la ley son desafíos que debe enfrentar el poder democrático en aras de generar una nueva cultura política. En ese sentido, el feminismo ha colaborado de modo fundamental. No sólo contribuyó a denunciar y a superar los mecanismos jerárquicos, exclusivistas y vicarios de la política tradicional sino que denunció la ausencia de “universalidad concreta” (Benhabib) en cada situación en la que una sola ser humano quede fuera del usufructo legítimo de los derechos a los que en cuanto tal está habilitada.

Notas

1 Entre otros, cf. Puleo, A. La Ilustración olvidada, Barcelona, Anthropos, 1986 [2011], pp. 155-163.

2 Foucault, M. Una lectura de Kant, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

3 En 1974 ya se había sancionado una Ley denominada Patria potestad indistinta, pero fue vetada por la presidenta Isabel Perón.

 

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