Cuestiones de Sociología, nº 10, 2014. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Sociología

NOTAS DE INVESTIGACION/ RESEARCH NOTES

La transformación de las maras centroamericanas

 

José Miguel Cruz

Latin American and Caribbean Center. Florida International University
Estados Unidos
jomcruz@fiu.edu

 

Cita sugerida: Cruz, J. M. (2014). La transformación de las maras centroamericanas. Cuestiones de Sociología, nº 10, 2014. Recuperado de: http://www.cuestionessociologia.fahce.unlp.edu.ar/article/view/CSn10a14

 

Resumen
Las maras han ganado notoriedad no solo por su presencia en  los barrios y las prisiones del Salvador sino también porque se han convertido en poderosos grupos criminales con la capacidad de desafiar a los gobiernos nacionales y forzar procesos de negociación. La migración y la deportación de pandilleros desde los Estados Unidos jugaron un papel importante en el desarrollo de las maras, pero esta no es la única causa ni tampoco la más importante. Para comprender la situación actual de las pandillas centroamericanas es preciso tomar en cuenta las políticas del Estado para hacerles frente, las cuales giraron en torno al uso excesivo de la fuerza, hasta que en los últimos años se iniciaron estrategias de negociación

Palabras Claves: Maras Centroamericanas; Pandillas Juveniles; Organizaciones Criminales

 

¿Cómo es que el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha, pandillas de migrantes mexicanos y salvadoreños que comenzaron en la ciudad de Los Ángeles en los años setentas y ochentas, se terminaron convirtiendo en importantes organizaciones criminales en las calles de San Salvador en 2014? La Mara Salvatrucha, también conocida como MS-13 y el Barrio 18 (llamada originalmente Eighteenth Street Gang) se constituyen en las dos pandillas juveniles más grandes del llamado triángulo norte de Centroamérica (El Salvador, Guatemala y Honduras). En estos países, la MS-13 y el Barrio 18, conocidas popularmente en Centroamérica como maras, suman más de 50 mil miembros en los tres países del triángulo norte (UNODC, 2012). En El Salvador, donde la influencia de las mismas es más evidente, la policía calcula que las pandillas cuentan con más de 35 mil integrantes, organizados en 2,000 clicas—o células— a nivel nacional (Santos, 2013). Las maras centroamericanas han ganado notoriedad no solo por su control de los barrios y las prisiones de las ciudades centroamericanas, sino también porque se han convertido en poderosos grupos criminales con la capacidad de amenazar a los gobiernos nacionales para obligar procesos de negociación.

Sin embargo, cuando se trata de responder a las preguntas sobre la gravedad de este fenómeno en Centroamérica y sobre las razones de la evolución de estas pandillas juveniles, las respuestas más comunes que se encuentran en la literatura se limitan a los procesos de migración circular entre Centroamérica y los Estados Unidos. De acuerdo con esta tesis, las maras centroamericanas son el producto de los fuertes flujos de migración de retorno y, sobre todo, de deportaciones de indocumentados que se unieron a las pandillas en las calles estadounidenses (UNODC, 2007).

Sin duda, la migración y la deportación de pandilleros desde los Estados Unidos jugaron un papel importante en el desarrollo de las maras centroamericanas, pero esta no es la única causa ni tampoco la más importante cuando se trata de explicar el crecimiento y la complejidad que han alcanzado la MS y el Barrio 18. En realidad, para comprender la situación actual de las pandillas centroamericanas es preciso tomar en cuenta las políticas del Estado para hacerles frente, las cuales giraron en torno al uso excesivo de la fuerza. Estas políticas, articuladas en torno a una interpretación de las iniciativas de cero tolerancia, puestas en práctica en los Estados Unidos, llevaron a las pandillas a mantener conflictos universales por identidad, territorio y supervivencia. Estos conflictos contribuyeron a la institucionalización y desarrollo organizacional de las maras. (1) Este artículo hace un repaso de ese proceso.

La aparición de las maras

Las pandillas juveniles en Centroamérica comenzaron a hacerse notar hacia finales de los años ochenta, justo cuando las guerras civiles estaban llegando a su fin. En ese entonces, una gran cantidad de pandillas territoriales llenaban las capitales de la región y se caracterizaban por la adhesión del grupo a un barrio o territorio claramente delimitado (Savenije, 2009). Todos estos grupos ya eran conocidos como “maras” y los nombres específicos usualmente identificaban el territorio en el que se movían. Por ejemplo, el nombre “Mara Morazán” identificaba a la pandilla que operaba en la Plaza Morazán, en el centro de San Salvador (Cruz, 2010)

Este modelo de diversas pandillas territoriales comenzó a cambiar a principios de los años noventa, cuando muchos jóvenes centroamericanos que habían huido de las guerras civiles junto con sus familias comenzaron a volver a sus países de origen. Algunos volvieron obligados, como producto de las políticas de deportación que comenzaron a intensificarse en Estados Unidos en las mismas fechas. Muchos de estos jóvenes migrantes que retornaron a Centroamérica, especialmente a El Salvador, habían crecido en las calles del sur de California y, a su regreso, difundieron las identidades de las pandillas callejeras de los Estados Unidos. Esta transmisión cultural no solo incluía los nombres de algunas pandillas, como la MS-13 o el Barrio 18, los cuales fueron paulatinamente adoptados por los grupos ya existentes en El Salvador, Guatemala y Honduras, sino también incluía un sistema de normas, valores y comportamientos, que transformaron la cosmovisión imperante sobre las pandillas callejeras.

Estos sistemas culturales, a los cuales Peggy Levitt (2001) ha llamado “remesas sociales”, fueron rápidamente asimilados y transformados en las calles centroamericanas porque los mismos facilitaban el entendimiento entre las pandillas locales y los recién llegados, los cuales continuaban arribando a la región. Sin embargo, las razones por las cuales los jóvenes se unían a las pandillas eran fundamentalmente endógenas. En encuestas cursadas con pandilleros salvadoreños a mediados de los noventa, solamente el 14% de los integrantes de maras habían estado fuera del país. En realidad, en Centroamérica, la marginación económica, la exclusión social y la violencia marcaban la vida cotidiana de los jóvenes. Todas estas condiciones son las que Diego Vigil (1988), estudiando las pandillas del sur de California, ha llamado “marginalidad múltiple”.

En otras palabras, las maras centroamericanas no crecieron simplemente como producto de la deportación de jóvenes migrantes, sino de procesos locales de exclusión socioeconómica. En ese contexto, las identidades y normas culturales importadas desde el exterior jugaron un papel fundamental para enfrentar la marginación y la violencia porque esas identidades habían sido creadas como producto de la exclusión sufrida en las megaciudades del norte. Convertirse en un MS-13 o en un Dieciocho ayudaba a comprender y sobrevivir en las calles y en las relaciones con los demás.

La permanente transformación de las maras

Esta combinación de condiciones locales y transfusión de normas pandilleriles dio lugar a una transformación importante en las dinámicas de la calle. La adopción de identidades pandilleriles originarias de los Estados Unidos facilitó el desarrollo de dos grandes federaciones de clicas pandilleriles: la MS-13 y la Dieciocho. Diversas pandillas territoriales de distinto signo comenzaron a adoptar una u otra identidad en función de los conflictos territoriales que sostenían con la pandilla rival contigua (Santacruz & Cruz, 2001). A su vez, esta reconfiguración exacerbó los conflictos entre las dos federaciones identitarias: las maras no solo se enfrentaban por defender el territorio sino también por defender su identidad. En lugar de generar grupos pandilleriles distintos, las remesas sociales del exterior transformaron los conflictos de las calles centroamericanas. Jóvenes marginados en busca de autonomía e identidad continuaron uniéndose a las maras, fuera esta la Salvatrucha o la Dieciocho, en función del grupo dominante de la zona o de los agravios sufridos a manos de una de las pandillas. Una vez que un joven se unía a una pandilla, se suponía que debía demostrar su lealtad a su identidad mediante la participación en la guerra contra la mara rival (Cruz, 2014).

La guerra entre el Barrio 18 y MS-13 dio forma al fenómeno de las pandillas en Centroamérica. Las pandillas, incluso los pocos que no pertenecían formalmente a la MS o la Dieciocho, fueron arrastradas a la guerra y esto dominó la dinámica de las actividades de las pandillas. Más aún, la violencia de pandillas aumentó la cohesión social entre los miembros de una misma banda, aun cuando sus miembros se conocerán muy poco entre sí.

Luego, a principios de 2000 el nuevo impulso para la mutación de las pandillas provino del Estado. Las pandillas se transformaron como producto de la promulgación de las políticas de cero tolerancia, localmente conocidas como planes de mano dura. Estas políticas eran esfuerzos del gobierno para enfrentar a las pandillas y, de esa forma, recuperar cierto nivel de legitimidad política. Las manos duras incluyeron reformas a la legislación que permitían que los agentes de policía pudieran detener y encarcelar a los jóvenes arbitrariamente bajo la simple sospecha de ser miembro de una pandilla (Ungar, 2009). También incluían una considerable campaña mediática destinada a retratar a las pandillas como las principales responsables del crimen y la violencia en cada uno de los países. Estas políticas permitieron la captura y el encarcelamiento masivo de los miembros de pandillas, saturando así a los sistemas penitenciarios ya sobrecargados. En Guatemala, más de 20,000 miembros de las pandillas fueron capturados en período de un año. En El Salvador, las cifras fueron más impactantes: casi 31,000 miembros de pandillas fueron encarcelados entre 2003 y 2005 (Cruz, 2011).

En los institucionalmente débiles países centroamericanos, estas medidas represivas proporcionaron la oportunidad para el fortalecimiento y organización de las pandillas. En las cárceles las maras comenzaron a organizarse en estructuras jerárquicas. Decenas de pandilleros, pertenecientes a la misma mara pero que provenían de distintos lugares, establecieron contactos, reconocieron otros grupos y restructuraron sus organizaciones. Esto fue posible, en parte, por la decisión de las autoridades de separar a los presos en función de su pertenencia a una u otra pandilla (Wolf, 2011). Con ello, las políticas de mano dura terminan creando las condiciones para que las maras se organicen a nivel nacional desde las cárceles.

Además, la cero tolerancia contra las maras abrió la puerta a las actividades extralegales perpetradas por agentes del Estado y por otros actores. Las instituciones de seguridad aflojaron sus sistemas de control interno y de supervisión, y la persecución de pandillas condujo a violaciones sistemáticas de derechos humanos. El clima general de guerra contra las pandillas hizo posible que grupos armados ilegales que participaban en "limpieza social" aumentasen sus actividades contra jóvenes de las comunidades marginales y los sospechosos de pertenecer a pandillas (Cruz & Carranza, 2006).

En respuesta, las maras centroamericanas se prepararon para una guerra sin cuartel contra el Estado y sus agentes. Esta guerra no tenía una agenda política, aunque en algunos casos, ciertos líderes intentaron articular una. Más bien, las maras se enfrentaron a la ofensiva estatal tomando represalias contra aquellos que veían como sospechosos de colaborar con los agentes del Estado, y participando de manera más activa en las redes criminales que proporcionaban recursos necesarios para sobrevivir los ataques del gobierno. Las maras salvadoreñas respondieron a las políticas de mano dura, con más cohesión grupal, más sofisticación organizacional y más violencia. El uso de la fuerza extralegal por actores estatales amplió los espacios para la mediación de la violencia y el confinamiento masivo en las cárceles les proporcionó acceso a todo tipo de recursos y redes criminales. Los pandilleros se volcaron a la actividad criminal de extorsionar a los pequeños empresarios y negocios de los territorios que controlaban; en algunos casos, se insertaron de lleno al tráfico local de drogas o comenzaron a trabajar como aparatos de seguridad para proteger el traspaso de drogas de grandes traficantes (Wolf, 2011). Todas estas dinámicas no hicieron sino incrementar la participación de las maras en la dinámica general de la violencia. Para el año 2011, cuando los gobiernos habían abandonado públicamente las políticas de mano dura, las tasas de violencia en Honduras y El Salvador superaban los 70 asesinatos anuales por cada 100,000 habitantes (UNODC, 2011).

En El Salvador, en un intento desesperado por parte del gobierno por reducir los niveles de violencia, funcionarios gubernamentales comenzaron a dialogar y negociar con líderes de la MS-13 y las dos facciones de la Pandilla 18, la cual se había resquebrajado como producto de luchas internas por el control de mercados criminales. A principios de 2012, el gobierno logró que la MS-13 y el Barrio 18 acordaran una tregua entre ellas a cambio del traslado de líderes desde penales de máxima seguridad a cárceles ordinarias, entre otras cosas. Una vez implementada, la tregua redujo el número de homicidios en cerca de un 45%: en una semana, el promedio diario de asesinatos en El Salvador pasó de 14 a 6 (Martínez & Sanz, 2012) La entonces llamada “tregua” entre pandillas no solo disminuyó los asesinatos drásticamente sino además mostró la capacidad de los líderes de las pandillas para negociar entre ellos y el Estado, y para controlar las acciones de buena parte de los miles de miembros de las maras en El Salvador.

La tregua puso de manifiesto también la capacidad de adaptación de las maras salvadoreñas y sus habilidades para actuar estratégicamente. Mientras implementaban la tregua, las maras no disminuyeron su participación en las redes de extorsión y narcotráfico local. Por el contrario, afianzaron su control territorial en los barrios, exigieron la participación de la OEA como observadores del proceso de paz y aumentaron sus demandas hacia el Estado, las cuales conjugaron con amenazas de incrementar los niveles de violencia en el país. Para 2014, las maras centroamericanas se constituyen en uno de las principales fuentes de violencia e inseguridad en la región.

Conclusiones

La evolución de las maras centroamericanas es el producto de la conjugación de varios factores, pero en especial de dos: de la transmisión de identidades culturales de los Estados Unidos y de las políticas estatales. La cultura pandilleril que la migración circular trajo a Centroamérica desde los Estados Unidos proporcionó identidades y normas que reconfiguraron los grupos existentes de pandillas en la región. Luego, la identidad de las pandillas se construyó a través del uso de la violencia entre ellas y de su relación con el Estado. Las medidas represivas de mano dura sólo exacerbaron la violencia. Con ellas, se institucionalizó el uso de la fuerza extrema contra los jóvenes y las maras aprendieron que para sobrevivir era necesario reorganizarse y responder al Estado y a la sociedad en los mismos términos. Por necesidad, la guerra total contra las maras terminó estimulando la restructuración de las pandillas, su crecimiento y su habilidad para relacionarse con otros actores violentos en la región. En un entorno marcado por la debilidad institucional, la exclusión social y la violencia, las maras aprendieron a usar la violencia extrema para sobrevivir.

 
Notas

(1) Ver Hagedorn (2008) para una discusión sobre el concepto de institucionalización.

 

Bibliografía

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Recibido: 4 de abril de 2014
Aceptado: 10 de abril de 2014
Publicado: 11 de septiembre de 2014

 

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