Cuestiones de Sociología, nº 13, 2015. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Sociología

 

ARTICULO/ARTICLE

 

El populismo que no fue: los gobiernos de Rodríguez Saá y Duhalde

 

Francisco J. Cantamutto

FLACSO México – CONACYT – CEISO
francisco.cantamutto@flacso.edu.mx
México

 

Cita sugerida: Cantamutto, F. (2015). El populismo que no fue: los gobiernos de Rodríguez Saá y Duhalde. Cuestiones de Sociología, (13). Recuperado de: http://www.cuestionessociologia.fahce.unlp.edu.ar/article/view/CSn13a05

 

Resumen
La obra de Laclau proporcionó nuevas herramientas teóricas para estudiar el populismo. Basándose en ella, diversos estudios han realizado aportes para la comprensión del kirchnerismo. Este artículo propone complementar esa explicación analizando aspectos soslayados en relación con un período poco explorado: el de los gobiernos de Adolfo Rodríguez Saá y de Eduardo Duhalde. Estos dos presidentes no elegidos por el voto popular fueron un interregno entre dos órdenes políticos. ¿Qué ocurrió en esos meses? El artículo propone que se modificaron las políticas públicas, el discurso y la forma de la acumulación, y se dejó un terreno fértil para la interpelación configurada por Néstor Kirchner.

Palabras clave: Populismo; Argentina; Rodríguez Saá; Duhalde.

 

The populism that was not: Rodríguez Saá and Duhalde administrations

 

Abstract
Laclau contributions provided of new theoretical tools for the study of populism. Several scholars have used those tools to build a better understanding of kirchnerism. This paper aims to complement that explanation by analyzing certain unattended features in a low explored period: that of Adolfo Rodríguez Saá and Eduardo Duhalde’s administrations. Those two presidents were not elected by people’s vote, and constitute an interregnum between two political orders. What happened in those months? The paper states that it was then when the public policies, the discourse and the shape of accumulation changed, leaving fertile ground for Néstor Kirchner’s populist interpellation.

Keywords: Populism; Argentina; Rodríguez Saá; Duhalde.

 

 

La propuesta de comprensión del populismo de Ernesto Laclau encontró eco en las experiencias recientes de América Latina. Sus aportes han ayudado a estudiar el populismo bajo nuevos bríos, que no lo reducen a un set de políticas, la demagogia o cierta perversión de la democracia (Laclau, 2006). Para el caso argentino, se han hecho aportes sustantivos a la comprensión del kirchnerismo desde esta perspectiva (ver, entre otros, Barbosa, 2012; Barros, 2013; Biglieri y Perelló, 2007; Muñoz, 2010; Patrouilleau, 2010; Retamozo, 2011; Schuttenberg, 2012). Aunque ciertamente valiosos, estos estudios relegan ciertos aspectos que consideramos relevantes para la explicación (Cantamutto, 2013); queremos llamar la atención aquí sobre tres de ellos.

En primer lugar, creemos necesaria una discusión más precisa sobre el rol del Estado y los partidos políticos. El sistema político tiene estrategias propias para legitimarse, y en cuyo interior existen disputas por el poder: en este marco, no debe sorprender que los partidos readecuen sus propuestas y su discurso según las oportunidades generadas por la conflictividad social. Reconocer las estrategias de poder de los partidos y sus líderes no es mácula alguna: la construcción de la representación política en el Estado es una relación activa entre partes, en la que se construye una relación que no precede al propio lazo entre éstas (Aboy Carlés, 2001; Arditi, 2015). En el caso específico, esto nos dificulta comprender cómo llega Néstor Kirchner a erigirse en líder de un espacio de fuerzas políticas del que no participaba previamente; así como las potencialidades de estructurar un discurso desde el aparato estatal.

En segundo lugar, es necesario un estudio más sistemático de las demandas que el sistema político tramita o no, para comprender las posibles trayectorias de diferentes equivalencias entre aquellas. Más concretamente, estos estudios suelen prestar una atención prioritaria a las demandas de ciertos actores contenciosos, en especial, aquellos que aparentemente no tendrían un lugar asignado en la distribución propia de la política. Por esto, las referencias prioritarias son los piqueteros –como actores organizados- y las protestas del 19 y 20 de diciembre de 2001 –como emergencia de lo múltiple, lo “no contado”. Sin embargo, la combinación específica de demandas recuperadas por el kirchnerismo para estructurar su propio discurso involucra a otros actores, incluyendo parte de las clases dominantes, relegadas en estos estudios.

En tercer lugar, la propuesta de análisis de discurso como totalidad significante de la realidad social resulta una apuesta riesgosa por diversos motivos.Queremos señalar tres: a) el excesivo énfasis en la creación de nuevas identidades (como efectos del discurso), que relega la persistencia de agentes dentro de la disputa de poder; b) la falta de tratamiento sistemático de los elementos extra-lingüísticos que son recuperados como parte del discurso (en particular, las políticas públicas); c) las condiciones, de enunciación y de recepción, que permiten evaluar la efectividad de la interpelación discursiva (de Ípola, 1982).

En aras de explicar esta tercera, dejamos claro que nuestra aproximación no niega la importancia de la construcción discursiva del mundo; el discurso no es un mero instrumento de transmisión, posee un carácter performativo, que construye la realidad y habilita la acción (Balsa, 2010a). Para los agentes involucrados, el discurso debe -en cierta forma- dar cuenta de aquello que los circunda, provocar sentido, permitirles habitar la realidad. Fairclough (2003) propone entenderlo como una dimensión de las prácticas sociales, que se caracteriza por dar cuenta de los significados asociados para los agentes. Su análisis aporta entonces a la comprensión del sentido del accionar de los agentes, sin pretender que toda su acción se explica por el discurso ni que éste deba tener alguna coherencia particular respecto de otros discursos o de otras dimensiones de la realidad. Es por ello que preferimos asumir la discursividad sólo como un aspecto de la disputa social y política, clave para comprender la estructuración significante que hacen los propios agentes.

Las elaboraciones discursivas no son nunca producto de un agente individual, sino que son indicadores de las tensiones relacionales en las que se encuentran los agentes: el discurso nunca es uno sólo sino que son múltiples ordenaciones de la realidad en lid, disputando el lugar central de definición de la situación, y por ello mismo, sus posibilidades, límites y alternativas (López, 2015; van Dijk, 1993). En un sentido semejante, Balsa (2010a, 2010b) resalta que no existe un solo discurso, sino una disputa generalizada de discursos que buscan dar un orden a la realidad. Estos, mediados por relaciones de poder, buscan sedimentar ciertos sentidos en detrimento de otros, para impulsar una cierta reproducción o cambio del orden de la realidad (Errejón Galván, 2012).

Si bien accedemos a la realidad a través de prácticas significantes, estructuradas en discursos, la realidad no es discurso: la excede como una inundación puede ahogar sin importar cómo la llamemos o pensemos (Jorgensen y Phillips, 2002). Por ello, el discurso no tiene en esta investigación un lugar originario (a diferencia del enfoque de Laclau), sino que aporta a la comprensión de la dinámica del proceso político en tanto permite recuperar las interpretaciones de los agentes que lo protagonizan. Para evitar confusiones respecto del orden ontológico y epistemológico que ocupa, nos referiremos como ‘narrativa’ al discurso articulado lingüísticamente. En particular, la narrativa estructurada desde el Estado representa, de alguna forma, el resultado coagulado de esta disputa, y tiene por eso importancia central: explica cómo se ordenan –qué sentido tienen- un conjunto de acciones de los gobernantes, incluyendo las políticas públicas. Aunque el conflicto no reconoce ningún ámbito social particular para desarrollarse, la consolidación de un orden político requiere de la estabilización de la narrativa y su puesta en práctica a través del Estado (Aboy Carlés, 2005). Es posible analizar la narrativa gubernamental como la búsqueda de coherencia significante que cristalice polémicamente cierta situación socio-política.

Este artículo propone complementar la explicación del populismo analizando estos aspectos en relación con un período poco explorado: el de los gobiernos de Adolfo Rodríguez Saá (del 23 al 30 de diciembre de 2001) y de Eduardo Duhalde (1° de enero de 2002 a 25 de mayo de 2003). Estos dos presidentes no elegidos por el voto popular fueron un interregno entre el orden político de la Convertibilidad y la emergencia del kirchnerismo, que completó la ruptura populista. ¿Qué ocurrió en ese período? Su análisis puede ayudarnos a entender el pasaje de un orden político a otro. Para ello debemos comprenderlo en su especificidad: no es una salida apropiada asumirlo meramente como “un intento” (Barbosa, 2012: 39, Muñoz, 2010: 204). El artículo se propone aportar en este sentido, analizando las narrativas de estos presidentes, y poniéndolas en relación con el campo de disputas socio-políticas de su tiempo.

El escenario de 2001

La Convertibilidad fue el programa de reformas estructurales que ordenó la década de los noventa no sólo en relación con los aspectos económicos sino también respecto de la disputa política (Fair, 2009). A partir de 1998, las tensiones económicas y políticas que la caracterizaban comenzaron a hacerse irresolubles, y se inició así la crisis de la fase neoliberal (Cantamutto y Wainer, 2013). No se trató del devenir de una recesión económica a la política: las políticas públicas que resolvieron el problema de la acumulación podrían haberse adelantado… ¿por qué no se lo hizo? El problema era lograr un acuerdo que impulsara cualquier salida, y éste era el carácter eminentemente político de la crisis: la dificultad de acordar una interpretación, y con ello, una salida.

Apenas iniciada la recesión, se produjo una escisión dentro del bloque en el poder (en adelante, BEP), aislando a las fracciones que defendían la Convertibilidad junto al gobierno.1 La “comunidad de negocios” que había sostenido al “modelo” se disgregó con la aparición del Grupo Productivo (en adelante, GP). Bajo el liderazgo de la Unión Industrial Argentina (UIA), las fracciones del capital que se veían perjudicadas por las políticas públicas comenzaron a expresar sus demandas de cambio.2 A pesar de estas críticas, el BEP y el gobierno privilegiaron el acuerdo básico de mantener el esquema de políticas existentes, hasta que una nueva alternativa surgiera. Para las elecciones de 2001, la Alianza ya había enfatizado un sesgo tecnocrático acorde con el sentido común instituido en los años anteriores: administrar de modo eficiente y transparente.

Este sesgo acabó por aislar al gobierno, al interior del aparato estatal y del resto de los partidos políticos (Dikenstein y Gené, 2014). La profundización de la flexibilización (y la represión) produjo no sólo el alejamiento de las organizaciones populares, sino que diluyó la base de consenso negativo del orden neoliberal: la idea de que cualquier alternativa era peor (Piva, 2007). El significante estabilidad perdía así valor como punto nodal discursivo, quedando asociado a los significantes de previsibilidad y certidumbre que referían la banca privada y la Sociedad Rural (SRA), tomando forma así un efecto de frontera que ponía las demandas de las clases populares por fuera del orden político, facilitando la posibilidad de que entraran en equivalencia. Esto no significa que existiera una interpretación ya construida: de hecho, el esfuerzo era organizar esas alternativas, y esto incluía tanto a las organizaciones de clases populares como del BEP. Sintética y esquemáticamente, se pueden proponer cuatro articulaciones en ciernes en el ocaso de la Convertibilidad:

Como se puede notar, los espacios de articulación en ciernes eran múltiples. Si bien había espacio de contacto para sus demandas, las identidades y estrategias de los actores involucrados ponían límites a la confluencia. Las agrupaciones de izquierda silbaron a Moyano en el primer Congreso Piquetero, y se distanciaban también de la iniciativa del FRENAPO, que incluía partidos de centroizquierda como el ARI, el socialismo y el Polo Social. La propuesta del MTA de redistribución basada en la condición de ocupación (distinta de la propuesta del FRENAPO, basada en la condición de ciudadanía) era la base sobre la cual pudo confluir con el programa que el GP iba configurando. Este último se distinguió del resto del BEP y elaboró una narrativa en la que la idea de la industria se asociaba al desarrollo productivo del mercado interno, lo que redundaba en mayor empleo, y causaba mayor bienestar a toda la Nación. El proceso de generalización de sus propuestas permitió al GP elaborar una propuesta de reconstitución plena de la comunidad política vulnerada por el orden vigente. El orden político de los últimos años de la Convertibilidad excluía –en diverso grado, claro- tanto a las clases populares como a parte del BEP: no había un solo actor o conjunto de demandas preeminente.4

Un problema de difícil resolución era lograr traducir este programa en la representación de un partido político, en el marco de una profunda crisis institucional. Si una parte de los piqueteros apostó por sus respectivos partidos de izquierda, otra parte (y la CTA) tuvo mayor cercanía con partidos de centroizquierda. La tradición peronista de la CGT y el MTA facilitaban la interpelación a su imaginario de industria y redistribución. Esta dificultad de canalizar en la representación en el Estado los programas de salida de la crisis motorizaba aún más el descontento en las calles. Para los sectores medios, que habían depositado su confianza en la Alianza, esta crisis se expresaba con dureza. Esto permitió que confluyeran en las calles con otros sectores sociales, en lo que terminó como una insurrección popular, con consignas como “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. No desarrollamos aquí las protestas de los ahorristas ni la potencia destituyente de las manifestaciones del 19 y 20 de diciembre, porque nuestro énfasis reside en hacer notar las diferentes articulaciones ya en ciernes.

Primera renovación: Rodríguez Saá

La renuncia del presidente de la Rúa dejó al país en una incómoda situación institucional. Los partidos que habían compuesto la Alianza estaban deslegitimados. El Partido Justicialista (PJ), que tenía la mayoría en el Congreso, se debatía entre nombrar a alguien para cumplir el mandato hasta 2003 o hacerlo sólo para normalizar la situación y llamar a elecciones lo más pronto posible. La pregunta detrás era la capacidad de cualquier candidatura de obtener legitimidad a través del voto popular. En una reunión realizada en Merlo el 20 de diciembre, gobernadores y dirigentes del PJ (con las ausencias relevantes de Carlos Ruckauf, Eduardo Fellner y Duhalde) decidieron inclinarse por la segunda opción.

El gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, se propuso para cumplir la tarea. Por 169 votos a favor, incluyendo votos del PJ y del partido de Cavallo, Acción por la República, y 138 en contra, fue nombrado presidente provisional por tres meses. De inmediato, buscó diferenciarse de su antecesor: si de la Rúa parecía no poder resolver, Rodríguez Saá sería un acelerado gestor, activo y seguro.5 Esta hiperactividad generó dudas en el peronismo sobre sus intenciones de entregar el mandato en marzo. El gabinete con menos ministerios reflejaba la estructura más ágil pretendida. La pérdida de poder del capital concentrado financiero, en su dominio “automático” y técnico (Bonnet y Piva, 2013), se expresó al bajar de categoría al Ministerio de Economía, que se convirtió en una Secretaría de Hacienda. La inclusión de funcionarios del menemismo exacerbó las rispideces al interior del PJ y le valió a Rodríguez Saá el fuerte rechazo popular.

Su impronta buscaba recuperar el ideario peronista pre-Menem, presentándose como un caudillo preocupado por los sectores populares. Su asunción fue coronada en el Congreso entonando la marcha peronista, escena que se repitió en la reunión con la CGT y el MTA el 26 de diciembre. Buscando legitimidad en el circuito corporativo –una lógica que seguiría Duhalde-, Rodríguez Saá también se reunió con los representantes del GP. Pero además, se vinculó con organizaciones claves de la resistencia al orden neoliberal: se reunió en la Casa Rosada con algunos piqueteros (D’Elía, de la FTV) y con Madres de Plaza de Mayo (Hebe de Bonafini no entraba allí desde 1984). Este gesto político sería retomado por Kirchner, que al momento de asumir como presidente no tenía vínculo alguno con estas organizaciones. Se recurría a agentes cuyas demandas habían sido relegadas por los anteriores gobiernos como fuente de legitimidad para un proyecto de refundación de la Argentina, la renovación de la Nación en un nuevo ideal que integrara a todo el pueblo.

Aparecieron así los rasgos centrales del discurso populista: una frontera que oponía a quienes controlaron el poder estatal hasta entonces y los agentes sociales relegados, que constituían el pueblo a redimir. La protesta para defender los derechos se volvía un activo. Y aparecía la promesa de renovación, internamente a la elite política: como una posible respuesta al “que se vayan todos”, se proponía una nueva generación. Los siguientes pasajes de la alocución de Rodríguez Saá en su asunción (23/12/01) son representativos de esta nueva narrativa oficial (énfasis agregado):

La Argentina se vio enfrentada con su mejor rostro, pero también con su peor cara. El mejor rostro en el legítimo ejercicio del derecho a expresarse para poner fin a todo un período de opresión y postración que ya no soportaba más y a decirle no a toda una generación que se empeñó en pensar y actuar a espaldas de los intereses y necesidades del pueblo. La peor cara en las manifestaciones del vandalismo, el saqueo irracional y las muertes absolutamente innecesarias. Todo fue el producto de la conducción de una nueva generación que aspiramos que termine, para que desde hoy entre todos empecemos a crear y transitar una nueva República, a remover los obstáculos de la injusticia social y del atraso.

En esas jornadas vimos algo que no pudimos nunca imaginar los hombres y mujeres que integramos esta democracia, que con tanto dolor y sangre costó a los argentinos antes de 1983, nada más y nada menos que el símbolo de la lucha por su recuperación. Me refiero a las Madres de la Plaza de Mayo reprimidas inexplicablemente por las fuerzas de la democracia. No puedo dejar de rendir un homenaje a los muertos en estas jornadas, sangre innecesariamente derramada. Estas pérdidas irreparables son la bisagra que hará posible una nueva Argentina, con un nuevo estilo de gobernar, un gobierno para 37 millones de argentinos que creyeron que en cada uno de nosotros encontraría una persona que trabajaría para ellos, para su presente y el futuro de sus hijos.

Somos perfectamente conscientes de que hoy alumbra una nueva república, hoy comienza la transformación de nuestro querido país; a partir de hoy ya nada será igual, gobierna desde hoy otra generación.

En cuanto a las políticas públicas, la gran novedad fue la cesación parcial de pagos de la deuda pública, que interrumpió la lógica sostenida hasta entonces, al suspender la salida de recursos en la balanza de pagos y en las finanzas públicas. Aunque no se la repudiaba, aparecían en la narrativa oficial los reclamos populares por su ilegitimidad. Rodríguez Saá desplazó la importancia de la deuda a un segundo orden, haciendo prioritarios objetivos de las políticas públicas la producción nacional y el empleo, la deuda con los “propios compatriotas”:

El capitalismo, tal cual se nos presenta hoy, no puede dar respuestas al desempleo, la marginación, la exclusión, la pobreza. (...) El país no tolera más la evasión ni el contrabando y la inequidad fiscal. La producción, la competitividad y el empleo dejarán de ser temas olvidados. Queda abierta nuestra agenda productiva. (Discurso de asunción, 23/12/01).

Otros dos anuncios importantes serían retomados por Duhalde: la creación de “un millón de empleos” en el lapso de tres meses y el ambicioso plan de obra pública. La obra pública aparecería a mediados de 2002 como fuente de impulso, justamente, para la creación de empleo, cuya falta, en el corto plazo, se compensaba con dos millones de planes sociales. Finalmente, una de las iniciativas más polémicas fue la intención de emitir una tercera moneda, el “argentino”, una opción intermedia entre sostener la Convertibilidad y devaluar, que no conformó a ninguna parte del BEP(Cantamutto, 2012).

Más allá de las limitaciones propias del programa, el clima social condicionaba fuertemente las posibilidades de implementación. Con la Alianza disgregada, el apoyo del PJ era central. Las tensiones se extremaron cuando Menem dijo públicamente que Rodríguez Saá debía quedarse hasta 2003. Para quienes estaban interesados en candidatearse a la presidencia (de la Sota, Kirchner, Ruckauf), esto era intolerable. El presidente buscó apoyo en las provincias “chicas”, ofreciendo vanamente cargos a sus gobernadores: la jefatura de gabinete a Kirchner, la cancillería a Juan Carlos Romero (Salta), el Ministerio del Interior a Eduardo Fellner (Jujuy). Convocó a una reunión el domingo 30 de diciembre en Chapadmalal, pero algunas notables ausencias le hicieron notar que el PJ ya le había soltado la mano (Rodríguez Diez, 2003). Con cacerolazos afuera y un corte de luz dentro, Rodríguez Saá escapó de la reunión en helicóptero, y desde su provincia emitió por cadena nacional su renuncia. Se repetía la última imagen de de la Rúa.

En ese mensaje de renuncia, Rodríguez Saá lamentó perder la oportunidad para liberar el “corralito” financiero y mostrar el nuevo presupuesto, que equilibraba las cuentas fiscales pagando el 100% de salarios y jubilaciones, y contemplando planes sociales por $3.600 millones (presupuesto equivalente al asignado por Duhalde). Una breve enumeración de logros incluía haber “permitido” la protesta social pacífica. Deben registrarse con atención estos anuncios, que adelantan las políticas públicas más encomiadas de sus sucesores. A diferencia de su discurso de asunción, reconocía la vitalidad de agentes que amenazaban la nueva Argentina (la frontera interna a la comunidad política), a la que se había propuesto dar comienzo, incluida la Corte Suprema. Decía entonces (31/12/01):

Los lobos o los lobbies que andan sueltos no han entendido la esencia de los nuevos tiempos y pretenden mantener los privilegios de la vieja Argentina. No voy a ser el presidente de la continuidad de esa vieja Argentina. No voy a ser el presidente de la represión al pueblo, para sostener las posiciones de factores de poder, a los que muchos me incitan. No acepto esa infamia. He pretendido ser quien inicie el cambio en la Argentina. Estoy seguro de haberlo logrado.

Su veloz paso por la presidencia marcó un hito –casi siempre invisibilizado- en el devenir posterior del proceso político, tanto por las propuestas de políticas públicas como por la narrativa que comenzó a elaborar para darles cierta coherencia. La idea de lo nacional, lo productivo, la creación de empleo como una deuda social, e incluso la legitimidad de la protesta comenzaron a estructurarse desde el Estado. Sus limitaciones se expresaron en la indefinición respecto de la disputa central por el régimen cambiario que llevaba adelante el BEP y la carencia de sustento propio dentro del sistema político: sin alianzas con el poder –económico y político-, sin ser un representante de las clases populares, su destino fue la pronta salida. Era claro que la tarea requería comprometer al menos al PJ.

Segunda renovación: Duhalde

El 1° de enero de 2002 la Asamblea Legislativa nombró presidente a Duhalde hasta el 10 de diciembre del 2003, con lo que se completaban cicno presidentes en once días. Mostrando su capacidad de organizar el juego político, Duhalde obtuvo 262 votos a favor (del PJ, UCR, Frepaso, UCeDé, Acción por la República y el Polo Social, entre otros), y sólo 21 en contra y 18 abstenciones. El apoyo del radicalismo bonaerense fue clave, en especial el del expresidente Alfonsín. Aunque el pueblo había rechazado el sistema de representación tal como estaba estructurado, no podría elegir representantes sino hasta un año y medio más tarde. Los partidos políticos, conscientes del riesgo al que se hallaban sometidos, sabían que no había espacio para fisuras en la faena de reconstituir la capacidad de intervención del Estado.

Duhalde armó un gabinete con el PJ bonaerense y dos radicales (Jorge Vanosi y Horacio Jaunarena). El resto del PJ se reservaba la duda sobre la capacidad de Duhalde de sostenerse o tener que llamar a inminentes elecciones. El Ministerio de Economía, a cargo de Jorge Remes Lenicov, perdió nuevamente poder al separársele el de Producción, creado ad hoc para el entonces presidente de la UIA, Ignacio de Mendiguren (Bonnet y Piva, 2013). En abril de 2002 Roberto Lavagna reemplazó a Remes Lenicov, gesto que reafirmaba los vínculos entre partidos para sortear la crisis de legitimidad.6 La actividad del disuelto Ministerio de Desarrollo Social quedó en manos de Hilda González de Duhalde, Presidenta Honoraria del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales.7

Aunque el Congreso evitaba involucrarse en la toma de decisiones, ante la presión de los cacerolazos le aprobó al gobierno casi todos los proyectos de ley enviados. La oposición visible era la bancada menemista, que amenazaba con improbables proyectos de dolarización. Las tensiones venían de la Corte Suprema, que venía muy cuestionada por su rol durante el menemismo, y que adoptaba resoluciones “populares” que ponían en jaque el plan del gobierno. Sin avanzar en medidas concretas,, el gobierno, repitiendo las palabras de Rodríguez Saá, denunció el rol del máximo tribunal:

Desgraciadamente, una Corte que votó a los últimos dos gobiernos, al del doctor Menem y al del doctor de la Rúa, todas estas mismas leyes, quien ha posibilitado con sus fallos que Argentina esté como está, hoy se despacha con este agravio – diría- a la ciudadanía, un engaño para con las personas que tienen ahorros en los bancos, porque es un engaño. (CcP, 2/2/02)

Duhalde fue responsable de la aplicación explícita del programa del GP, expresando la preeminencia de los sectores productivos exportadores, con el capital industrial a la cabeza (Cantamutto, 2012; López, 2014; Wainer, 2013). Las fracciones del BEP que apoyaron la Convertibilidad hasta el final (privatizadas y banca) recibieron cuantiosas compensaciones. El agro lograba formidables ganancias, aunque fue desplazado políticamente: Duhalde excluyó a sus asociaciones de los mecanismos de diálogo que implementó, y le aplicó retenciones a las exportaciones. El liderazgo político del capital industrial se expresaba también en su presencia directa en el aparato estatal y en la estructuración de una narrativa oficial. El tratamiento de la deuda, en la conflictiva negociación con el Fondo Monetario, expresaba esto con claridad: el acuerdo se subordinaba al objetivo de política de crecimiento productivo. Decía Duhalde (énfasis agregado):8

Tenemos que ir dándole fuerza a esta Argentina productiva que ya está apuntando, que los empresarios se quejan por lo que les falta: tienen mercado, pueden exportar, les falta capital de trabajo, es un tema muy difícil de solucionar porque Argentina no tiene crédito de ningún lado, por eso la importancia de llegar a un acuerdo con los organismos internacionales de crédito… (CcP, 19/2/02)

El acuerdo, precisamente, está direccionado a que se abran las posibilidades de recibir crédito del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo. El primero de ellos, prefinanciando exportaciones, es decir, que nuestros empresarios que producen, tengan la posibilidad de tener el dinero para prefinanciar sus exportaciones y, además, para la recuperación, la rehabilitación del sector empresario que, como decía en el primer bloque de sus preguntas, necesita crédito para poder potenciar su explotación. (CcP, 15/6/02)

Yo le he pedido al ministro de Economía (…) que tenga muy en cuenta que nosotros no podemos firmar un acuerdo que ponga en riesgo esta incipiente recuperación de la economía argentina. (…) La verdad, yo quiero el acuerdo, Argentina tiene que seguir negociando pero siempre hasta que se entienda que nosotros no podemos poner en riesgo esta estabilidad que hemos logrado. (CcP, 2/11/02)

En el programa de Duhalde los organismos de crédito eran socios del crecimiento, que suplían una necesidad específica (recursos), no los actores centrales. Los principales beneficiarios de las nuevas políticas fueron los capitales dedicados a la producción exportable con deudas dentro del sistema financiero local: 139 empresas ganaron cerca de US$13.132 millones gracias a la devaluación y la pesificación, equivalentes al 9% del PBI, superando los 12.000 millones de pesos / dólares de 2001 demandados por el FRENAPO para estimular un shock distributivo (Basualdo, Lozano, y Schorr, 2002).

Dado que el objetivo era aumentar las ganancias en esos sectores, la recuperación salarial no fue una prioridad para el gobierno. La lógica era: la reactivación de la producción exportable produciría una recuperación del empleo, y sólo luego discutirían mejoras salariales: “Si bien hay mucha gente que dice que no ve un plan, yo le digo que lo único claro es que tenemos un plan y un programa que es muy sencillo; el programa es el desarrollo productivo, el programa es reindustrializar el país, el programa es darle trabajo a la gente” (CcP, 9/3/02).

Las subas aparecieron de modo tardío e insuficiente en dos reuniones de la Mesa del Diálogo por el Empleo Decente, organizada por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (un claro antecedente de la futura reactivación del Consejo del Salario Mínimo, Vital y Móvil y de las paritarias). En la primera reunión, en junio de 2002, participaron la UIA, las Cámaras del Comercio y de la Construcción, la banca y la CGT oficial (el agro fue excluido explícitamente). Se decidió un aumento de $100 a empleados privados. Estas organizaciones se volvieron a reunir en diciembre, sumando dos cámaras empresariales más (UDES y CGE) y la CTA (que no avaló el resultado). Se volvió a excluir al agro. El nuevo acuerdo era subir $130 en enero de 2003 y $150 desde marzo.

El Decreto 2641/02 explicaba que “como consecuencia de dicha medida se ha registrado un aumento en la producción y en el consumo sin que ello conlleve una incidencia negativa del índice de inflación, ni en el aumento del costo laboral real”. Que los aumentos de salarios repercutieran más en la demanda (consumo) que en los costos (menores ganancias) era justo lo que buscaba el gobierno. “Por otra parte, tendrá un efecto reactivador importante del consumo y del mercado interno. Son casi tres millones y medio de trabajadores privados que recibirán ese aumento y son 350 millones por mes que irán directamente al consumo y que se sumarán a partir de agosto de los planes sociales” (CcP, 6/7/02, cursivas agregadas).

Para un gobierno no elegido por el voto popular, esta estrategia de validación en un “segundo circuito representativo” era una forma de construir legitimidad: convocar sectores corporativos en la toma de decisiones vinculante (Offe, 1977). Este esquema fue muy utilizado por Duhalde, desde el inicio de su mandato: ya el 14 de enero, Duhalde había convocado al diálogo para consensuar políticas, junto a representantes de la Iglesia y del PNUD.9 Dos días después, inició actividades la Mesa de Diálogo Social. Esta lógica de diálogo social, impulsada por el PNUD y la OIT (Ugarte, 2005), sería continuada por Kirchner.

La idea de crear empleo a través de la producción, subordinando la importancia del capital financiero, era afín a la Iglesia (Goldman y Grandinetti, 2013), que no dudó en acercarse a Duhalde.10 La doctrina social de la Iglesia pondera el trabajo productivo como fuente ética y condena la actividad especulativa. Aparecía así en la narrativa una fractura interna de la comunidad política argentina, donde ciertos actores concretos (una parte del capital financiero y sus representantes) amenazaban la plena constitución de la Nación argentina. Se reemplazó la referencia al “pueblo” de Rodríguez Saá por “la gente” y “los argentinos”, pero se definió con claridad una frontera que unía a empresarios y trabajadores (la producción) frente a “la usura”. Esta convergencia ideológica y política aparece en diversos pasajes de “Conversaciones con el presidente” (énfasis agregado):

Quiero contarles también que los primeros días anuncié que había que cambiar la alianza de los últimos años. ¿A qué alianza hacía referencia? A la alianza del Gobierno con el sector financiero y el sector bancario, una alianza que nos llevó a esta situación. (CcP, 26/1/02)

Que la alianza que construyamos no sea la alianza con los financistas y con los banqueros, esa alianza ya terminó y así nos fue. La única alianza que puede sacar un país adelante es con sus trabajadores, con sus empresarios, con sus productores, con sus comerciantes, con sus profesionales, con la gente de la cultura, pero una alianza que sirva para producir más, para vender más, para abrirnos al mundo pero, abrirnos para integrarnos a ese mundo y no para desintegrarnos en él. (CcP, 31/1/02)

Lo que debe entender la gente es que mi gobierno, que viene a ser el gobierno que pone fin a todo un modelo perverso de la Argentina, construye una nueva alianza. ¿Qué alianza? La alianza con los que trabajan, la alianza con los empresarios, los productores, las economías regionales, que va a reindustrializar el país. Es una alianza que tiene mucha contra, por supuesto, de los sectores que se sienten perjudicados, que son aquellos que empobrecieron a la patria. (CcP, 5/2/02)

Duhalde enriquecía así su narrativa sobre lo productivo como sinónimo de lo nacional, excediendo los límites corporativos del impulso a la industria. No era sólo oratoria sino que se expresaba en políticas concretas como la creación de organismos paraestatales de diálogo en el marco del programa general. La CGT y el MTA participaron de todas las iniciativas. El mecanismo de legitimación y construcción de políticas tuvo mayor repercusión en el ámbito de la política social. Allí nacieron el plan de Emergencia Alimentaria, para brindar asistencia a familias pobres (por $350 millones), y la transformación del plan Trabajar en su versión expandida, el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, anunciado como la principal medida de contención social (Golbert, 2004; Goldman y Grandinetti, 2013). En el primer anuncio, se establecía un pago de $100-200 por un lapso de tres meses (Decreto 165/02). Tras la propuesta del Diálogo Social, el plan se extendió hasta fin de 2002, pagando $150 a los desocupados con hijos a cargo, a cambio de una contraprestación laboral o de formación (Decreto 565/02). Para fines de 2002, se registraban casi dos millones de beneficiarios, una masificación inusitada de los planes sociales. Para el gobierno, este plan impulsaba la demanda interna incluyendo a través del consumo.

Nos guste o no, la nuestra es una sociedad de consumo en la cual todos tienen derecho a consumir, pero el ingreso debe ser paulatino, es decir, que no se puede incorporar a todo el mundo de golpe y menos cuando estamos en un país quebrado. (CcP, 13/7/02)

El mercado interno y que se robustezca es esencial para el crecimiento de la economía. Nosotros vamos a poner, no solamente porque es justo sino además porque sirve para movilizar el mercado interno, una cantidad enorme de dinero en el bolsillo de los trabajadores y de los desocupados. (CcP, 5/10/02)

La finalidad, no obstante, era triple: atenuar la pobreza, morigerar la conflictividad social e introducir un factor de cooptación entre las organizaciones piqueteras (Féliz y Pérez, 2007). El gobierno no dialogó con estos sectores, que fueron básicamente excluidos de las iniciativas institucionales paraestatales de diálogo social. Por eso, no se desestimó la represión directa. La política con los piqueteros se puede resumir en “palos y planes” (Martos, 2014). La FTV (la única que participó de la Mesa de Diálogo), la CCC y Barrios de Pie disputaban planes a nivel subnacional; el propio Movimiento Evita se creó en este marco de apropiación territorial. Y si bien en ningún momento lograron manejar gran cantidad de planes (Svampa, 2004), la posibilidad de participar de la política social masificada era un incentivo para el diálogo. El Bloque Piquetero Nacional, en cambio, se negaba a participar del diálogo, pues entendía que la estrategia política debía reivindicar la autonomía de clase; con lo que se separaba irremediablemente de las anteriores corrientes (y se dividía a su propio interior).

Los planes y los mecanismos paraestatales de diálogo tuvieron así un efecto entre las organizaciones populares: crear divergencias en la interpretación de la fase y la estrategia a seguir. Frente a la represión, que funcionaba como factor de unidad entre sectores de las clases populares, estos mecanismos de inclusión limitada mostraban una productividad que tenía, sin embargo, restricciones insuperables para gobiernos no elegidos por el voto en un contexto de crisis de legitimidad. La represión de Puente Pueyrredón provocó una fuerte movilización que obligó a Duhalde a adelantar las elecciones, y entregar el gobierno en mayo de 2003. A pesar de haber modificado las políticas públicas, en una narrativa que permitía distinguirlo del pasado como parte de un proceso de reivindicación de los relegados, había escollos insuperables.

El peronismo presentó tres propuestas, ninguna de las cuales fue por el PJ: Menem (Alianza Frente por la Lealtad-UCeDé), Rodríguez Saá (Frente Movimiento Popular Unión y Libertad) y Kirchner (Frente para la Victoria), y obtuvo en conjunto el 59% de los votos. Menem ganó con el 24,45% de los votos, presentándose como el candidato de la estabilidad, de la añoranza por la Convertibilidad y las buenas relaciones con el capital extranjero. Rodríguez Saá apostó a la impronta nacional popular que había dejado como presidente y quedó cuarto (14,11% de los votos). El Polo Social y las dos CGT apoyaron esta opción, mostrando interés por esta orientación ideológica. Kirchner se presentó como delfín de Duhalde (tras la negativa de de la Sota y Reutemann), combinando una narrativa de renovación, de distancia con el neoliberalismo menemista, y asegurando la continuidad de las políticas económicas de Duhalde (respaldadas por el ministro de economía Lavagna). Gracias a su carácter de relativo outsider mediático, por venir de una provincia de menor visibilidad nacional (que le servía para evadir el peso del “que se vayan todos”) y el apoyo del aparato duhaldista, pudo capitalizar la oposición a Menem, y quedó segundo con el 22,24% de los votos. Ante la renuncia de Menem al balotaje, Kirchner fue electo con esa escasa cantidad de votos, lo cual lo obligó –como a sus predecesores- a buscar legitimidad en otros circuitos de representación. Pero ese es ya otro asunto, que la bibliografía referida al comienzo ha trabajado en detalle.

Comentarios finales

Este artículo analizó las presidencias de Rodríguez Saá y Duhalde, comprendidas entre la insurrección popular del 19 y 20 de diciembre de 2001 hasta la normalización institucional de las elecciones que ganó Kirchner en 2003. Se produjeron entonces acelerados cambios: no sólo se modificaron las políticas macroeconómicas de acuerdo con el programa del GP sino que éstas produjeron un nuevo impulso a la acumulación, en una forma tal que generaba empleo. Esto se complementó con una masificación de los planes sociales, que en los siguientes gobiernos irían perdiendo cobertura. Estas políticas se enmarcaron en una nueva narrativa oficial que buscaba diferenciarse de la fase neoliberal apelando a significantes ligados a la producción nacional, la industria y la inclusión por la vía del empleo. Ésta era la forma concreta en que la ruptura populista tomaba, y al calor de la nueva narrativa, generaba nuevos escenarios de disputa al interior del BEP y con las clases populares.

El capital industrial fue el principal beneficiario de las políticas, por el diálogo privilegiado con el gobierno y por la nueva narrativa emergente, que retomaba sus demandas y puntos nodales para ordenarse. El éxito de las clases dominantes fue imponer su conjunto de alternativas como campo de antagonismo: una fracción del BEP fue capaz de dar nombre, políticas y roles a ese orden, algo que las clases populares no pudieron completar. Aunque en distinto grado, tanto Rodríguez Saá como Duhalde desplegaron esta narrativa desde el Estado, haciéndola tangible en políticas públicas: el lugar de enunciación (el Estado) cambiaba, así como las condiciones de recepción (nuevas políticas, nueva relación entre política y economía), con una narrativa que excedía los acuerdos programáticos para dar forma a una nueva comunidad política. Así, estos presidentes hacían avanzar el pasaje hegemónico del GP en devenir Estado: ser capaz de enunciar los propios intereses y demandas como universales.

La capacidad disruptiva y organizativa de las clases populares, en sus diversas expresiones, les permitió funcionar como un actor con poder de veto, que enunciaba demandas en el espacio público. Esto sucedió aunque no existiera una dirección, liderazgo o programa común, y hubiera no pocas discrepancias político- ideológicas. No sólo la caída de de la Rúa lo demostró sino también el adelantamiento de las elecciones de 2003. Los gobiernos, en aras de contener esta presión, debieron poner en marcha una serie de iniciativas que considerasen –parcial e imperfectamente- las demandas populares.

En otros términos, apareció desplegada una solidaridad difusa entre demandas y organizaciones populares, sin avanzar en una articulación con visos hegemónicos. La disrupción del momento de lo político no tuvo un sujeto político de posición popular que ocupara el momento de representación de la cadena de equivalentes, y ese lugar fue –o intentó ser- ocupado por líderes del mismo sistema político que se repudiaba (Mazzeo, 2011). Pero para hacerlo, éstos debieron recuperar la discursividad popular instalada en la escena política. La revalorización del empleo como fuente ética y de inserción social fue una expresión de este cambio, al quedar subordinado al valor de la producción, que ponía a ciertos empresarios como agentes responsables del (nuevo) futuro de la Argentina. Como señala Muñoz (2010), este cambio modificó el orden político, al poner al neoliberalismo como enemigo y al Estado como garante de la inclusión, desbaratando los parámetros del antagonismo previo (“el enemigo había cambiado de forma”) y poniendo en crisis la incipiente constitución identitaria popular. Como señala la autora, ello favoreció la exacerbación de las diferencias discursivas y de estrategia al interior del campo popular, en el marco de consignas comunes que se nucleaban sólo en la negatividad y el rechazo.

¿Qué faltó para que alguno de estos gobiernos completara la ruptura populista? Dos de las mayores restricciones fueron no haber sido elegidos por el voto, lo cual cuestionaba sus credenciales como representantes, y la falta de eficacia en los efectos económicos de las políticas aplicadas, que comenzaron a notarse sólo meses después (especialmente, en salarios y empleo), cuando la credibilidad del gobierno había sido dilapidada. Ambas características ponen de relieve la importancia de las condiciones de producción y de recepción de los discursos: para que la interpelación populista fuera efectiva, tenía que provenir de un representante legítimo (no impuesto) y permitir una lectura creíble de las condiciones de existencia del pueblo. Si es por la propia narrativa, quizás el único significante agregado por Kirchner fue el de los Derechos Humanos, recuperando la articulación incipiente elaborada por el FRENAPO, que le permitía leer la historia previa y proponer nuevas políticas con base en el lenguaje de los derechos. Es difícil discutir que esta operación fue provechosa desde el punto de vista de la legitimidad construida. El artículo, a través del análisis de los gobiernos previos, buscó explicar la diferencia específica que permitió a Kirchner constituirse en líder de un proceso que no había protagonizado.

 
Notas

1 El concepto de BEP es formulado por Poulantzas (1969) como la unidad contradictoria (no fusión, ni alianza) de una pluralidad de clases sociales o fracciones dominantes; la referencia –gramsciana- a bloque alude al carácter heterogéneo y sincrético de múltiples agentes que comparten una posición dominante dentro de las relaciones de explotación y dominación. El BEP se unifica alrededor de consensos básicos sobre esas relaciones, y siempre tiene una fracción que actúa como hegemónica a su interior. El uso empírico que aquí le damos es semejante al que le dan Schorr (2001) y Wainer (2013).

2 En 1998 hizo su aparición pública el Grupo Productivo, aglutinando bajo la guía de la referida UIA a la Cámara Argentina de la Construcción y las Confederaciones Rurales Argentinas. A fines de 2001, se sumó la Asociación de Bancos Públicos y Privados de la República Argentina. Su accionar público, mediante declaraciones y reuniones con autoridades, permite seguir las disputas al interior del BEP sin necesidad de imputaciones por parte del investigador (Cantamutto y Wainer, 2013; Schorr, 2001).

3 La consulta popular llevada a cabo en diciembre de 2001 permitió a 3.083.191 personas expresar su opinión, que resultó ampliamente favorable a las propuestas del FRENAPO.

4 Ello también desafía la tesis del “Argentinazo” protagonizado por el “ala más dura y consecuente” de los piqueteros (Rieznik, 2003).

5 “Dejamos la velocidad de de la Rúa para ir a 3.000 kilómetros por hora”, dijo el secretario general de la presidencia, Luis Lusquiños.

6 Lavagna convocaba respaldo tanto de radicales como de peronistas: fue secretario de industria de Alfonsín, y parte del equipo de asesores de Menem.

7 Esta disposición de actividades en una organización paraestatal en manos de la esposa del presidente procuraba emular la lógica de la dupla de Perón y Evita.

8 Durante el primer año de gobierno, Duhalde tuvo una columna en Radio Nacional llamada “Conversando con el presidente”, en la que comentaba los principales temas de la agenda pública. Esto provee una excelente fuente sobre las opiniones del presidente y su programa de gobierno. En adelante, nos referimos a esta columna como CcP.

9 Duhalde buscaba aprovechar el supuesto liderazgo ético-moral de la Iglesia y la capacidad técnica del PNUD. La búsqueda de legitimidad se apoyaba sobre cualidades no estrictamente políticas de instituciones ajenas al control democrático.

10 Duhalde se definía a sí mismo como “hombre del humanitarismo cristiano” (CcP, 9/2/02). “Nosotros hemos hecho de la palabra de la Iglesia una guía para la acción de gobierno” (CcP, 24/8/02).

 
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Recibido: 22/06/2015
Aceptado: 19/08/2015
Publicado: 18/12/2015

 

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