Cuestiones de Sociología, nº 28, e156, febrero - julio 2023. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Sociología

Debates

¿Nuevo giro a la izquierda o transformación del conflicto político?

Franklin Ramírez Gallegos

Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Ecuador
Cita recomendada: Ramírez Gallegos, F. (2023). ¿Nuevo giro a la izquierda o transformación del conflicto político? Cuestiones de Sociología, 28, e156. https://doi.org/10.24215/23468904e156

Resumen: El texto analiza el segundo “giro a la izquierda” del siglo XXI en América Latina a la luz de las reconfiguraciones del campo de la lucha política en la última década. Al efecto, se delinea un rastreo de tres procesos concurrentes: el auge autoritario, la radicalización de las derechas y la fragmentación del campo popular. En su conjunto, tales dinámicas desplazan del centro del conflicto la polaridad entre el proyecto neoliberal y el proyecto participativo, gravitacional en la región desde los años noventa del pasado siglo, y acotan el abanico de alternativas disponibles para los gobiernos populares.

Palabras clave: Izquierda, Derechas radicales, Autoritarismo, Proyectos políticos, Campo de conflicto.

New left turn or transformation of the political conflict?

Abstract: The text analyses the second 'left turn' of the 21st century in Latin America in the light of the reconfigurations of the field of political struggle in the last decade. To this end, it reconstructs three concurrent processes: the rise of authoritarianism, the radicalization of the right and the fragmentation of the popular camp. Taken together, these dynamics shift the polarity between the neoliberal project and the participatory project, which has been at the center of the regional struggle since the late 1980s, and limit the range of alternatives available to popular governments.

Keywords: Left, Radical right wing, Authoritarianism, Political projects, Field of conflict.

Antes del afianzamiento del giro a la izquierda de inicios de siglo, el influyente trabajo de Dagnino, Olvera y Panfichi (2005) identificó dos grandes proyectos políticos en disputa por la construcción de la democracia en la región: el proyecto neoliberal (PN) y el proyecto participativo (PP). El consenso de esos años en torno a la democracia liberal dejaba al proyecto autoritario (PA) en los márgenes de la confrontación. Casi dos décadas más tarde, cuando la izquierda vuelve al poder, no parece tan claro si la democracia es el principal terreno y objeto de la disputa, ni si los actores centrales del conflicto caben aún en la polaridad trazada a inicios de la centuria. Al concentrarse en el recambio de élites, la perspectiva de los “ciclos”, “olas” o “giros” políticos pierde de vista, sin embargo, los cambios en los proyectos en disputa y la eventual reorganización global de la contienda. Este ensayo procura llamar la atención sobre tales mutaciones.

Tres fenómenos dan pistas sobre las evoluciones en curso: el reciente carrusel neo-golpista y la turbulencia institucional que atraviesa múltiples alternancias (Brasil, Perú, Bolivia); el auge de líderes y movimientos de extrema derecha o neofascistas con amplio eco social y electoral; la fragmentación y confrontación en la izquierda y el campo popular en medio del reposicionamiento populista y el dinamismo de las luchas sociales. Si las dos primeras dinámicas conciernen a la centralidad del proyecto autoritario y al declive de cierto “neoliberalismo democrático”, la última alude al aplanamiento del programa radical-democrático tras el primer giro izquierdista. ¿Acaso este conjunto de reconfiguraciones en los proyectos confrontados re-estructura el campo de conflicto en que se inscribe el “retorno” de la izquierda? Tal cuestión organiza el análisis que sigue.

Retomar la matriz analítica de Dagnino y sus colegas permite, por un lado, fijar un punto de referencia para rastrear las reconfiguraciones sociopolíticas en la última década y, por otro, situar los “giros” izquierda-derecha al interior de una conflictividad mayor entre proyectos hegemónicos. En cuanto a esto último, parece (aún) factible asociar los avances políticos de la derecha con el incremento de opciones para el PN y los de la izquierda con las posibilidades del PP. Las alternancias gubernativas se inscriben y son traccionadas por más extensos bloques de poder que vinculan sociedad y Estado. La noción de proyectos políticos, de filiación gramsciana, vincula precisamente la dimensión estratégica de la política y las disputas “arriba” —gobiernos, partidos, instituciones— con las representaciones sociales y culturales —movimientos, ideas, discursos públicos— que orientan la actuación política de diferentes sujetos (Dagnino, Olvera y Panfichi, pp. 40-42). Se trata de ensamblajes colectivos que portan visiones encontradas de la vida en sociedad. La lucha política nunca se ciñe a las batallas por el Estado; bebe del despliegue de una multiplicidad de sujetos que pujan, también “abajo”, por la orientación de lo social.

En cuanto a los ejes del conflicto, siempre según nuestros autores, hasta entrado el siglo el choque entre perspectivas opuestas de la democracia entre el PN y el PP asumió un carácter gravitacional en la política regional. Aun en su confrontación, sin embargo, ambos polos confluían en su compromiso con aquella. Es la crisis de tal reconocimiento democrático la que, hoy en día, marcaría las principales líneas de reorganización de la lucha política. Así, mientras la disputa por la democracia se traslada a los márgenes del conflicto —quizás confinada a las tensiones internas al PP—, recobraría centralidad, bajo nuevos formatos, el clivaje autoritarismo/democracia. Tanto como las complicadas señales de la economía postpandemia (y guerra en Ucrania), este corrimiento constriñe el espacio del cambio político para las izquierdas gobernantes.

La centralidad autoritaria

Más de un mes tardó Keiko Fujimori en reconocer el triunfo (2021) de Pedro Castillo en Perú. Múltiples denuncias dolosas de fraude impidieron su pronta proclamación. La trayectoria sindical y el origen provinciano de Castillo avivaron el temor de un eventual desmantelamiento del modelo económico. Asediado por las élites y la oposición, y sin mayoría parlamentaria, Castillo se ocupó menos de su programa de reformas que de su supervivencia política: enfrentó tres mociones de vacancia en un año y medio de gestión. En tal entorno, su intento de disolver el Congreso y convocar una Constituyente —principal promesa de campaña— activó su derrocamiento y una revuelta popular brutalmente reprimida por su sucesora (Durand, 2023). La movilización exigía liberar a Castillo, anticipar elecciones y abrir un proceso constituyente. La determinación política de las masas para reponer la democracia ha impedido a élites y camarillas partidarias resolver de suyo el nuevo trance institucional —Perú cuenta seis presidentes desde 2018—, pero ha incitado en ellas un descomunal despliegue de violencia para preservar el poder. Nada más lejos, en las alternancias en curso, del relato sobre el suave péndulo derecha-izquierda.

La confluencia entre alta conflictividad social y represión también ha extendido la incertidumbre en otros países. Los levantamientos plebeyos de 2019 (Chile, Colombia, Ecuador, Haití, Perú) recolocaron el paisaje político y dejaron lamentables saldos en los derechos humanos. Los estallidos en Chile y Colombia (2019 y 2021) anticiparon el crecimiento de las izquierdas en medio de la violencia estatal y la negativa oficial a procesar democráticamente las demandas sociales. La política represiva ha conjugado cooperación policial regional, presencia militar y discursos oficiales que enmarcan la protesta como asunto de seguridad nacional. Tras el estallido, el presidente Piñera dijo que Chile “estaba en guerra”. En Colombia, el uribismo hizo circular la teoría de la protesta como “revolución molecular disipada” y guerrilla urbana. El gobierno ecuatoriano replicó tal tesis en el paro de 2022. En Perú se califica a los manifestantes de “terrucos” (terroristas). La invocación del “enemigo interno” moviliza el miedo para justificar la represión, judicializar adversarios y deslegitimar el conflicto.

Si la participación contenciosa luce cada vez más amenazada, no corre mejor suerte la vía electoral. Recientes comicios han sido impugnados bajo denuncias de supuestos fraudes e intentos de forzar las instituciones. Keiko Fujimori también desconoció su derrota en 2016. El ahora presidente ecuatoriano, Guillermo Lasso (2021- ), hizo lo propio en 2017: habló de fraude y dispuso asediar el órgano electoral. En Bolivia, el derrocamiento de Evo Morales (2019) fue también precedido por opacas denuncias de fraude. La toma trumpista del Capitolio (2021) tuvo precursores en los Andes. Fue Bolsonaro, en todo caso, quien llevó el juego al extremo: durante meses insinuó irregularidades del sistema electoral y, tras los comicios, evitó reconocer explícitamente el triunfo de Lula. Fraguó así las condiciones para la acción golpista de sus fieles, con sostén militar, en enero de 2023.

Nociones como “neo-golpismo” o “golpe blando” enfatizan en la centralidad de instituciones políticas y organizaciones civiles en los nuevos golpes latinoamericanos (Pereira da Silva, 2020). Las FF. AA. ya no los protagonizan. La toma de facto del poder procura hoy preservar un rostro democrático entre la movilización ciudadana y mediática y la intervención de la justicia y el Parlamento. Se legaliza así el golpe de Estado. Entre 2002 y 2018 se cuentan siete (intentos de) golpes (Moreno y Figueroa, 2019). El impeachment a Dilma Rousseff (2016) es el arquetipo de golpe institucional que, tras la operación del Congreso y la justicia, oculta la violencia concentrada que supuso. El carrusel neo-golpista prosiguió en Bolivia (2019), Perú (2022) y Brasil (2023). Se cuentan, además, el intento de magnicidio (2022) a la vicepresidenta argentina Cristina Fernández y la normalización del acoso político-judicial a referentes de oposición en diversos países.

Si los neo-golpes han tenido sello conservador, también se reconoce una deriva autocrática en la izquierda. La continuidad en el poder de Nicolás Maduro (Venezuela) y Daniel Ortega (Nicaragua) ha sido posible tras bloquear controles democráticos, anular la oposición y evitar toda transparencia electoral. Quizás una diferencia saliente con la nueva oleada toca a este asunto: si antes primó la defensa unánime de la izquierda a Cuba y otros regímenes tachados de no democráticos, hoy figuras como Petro o Boric cuestionan el irrespeto a los derechos humanos en tales países. Similar crítica recae sobre la derecha libertaria. En El Salvador, Nayib Bukele desplegó la fuerza pública contra la Asamblea, copó instituciones judiciales y forzó la Constitución para poder ser reelecto. Su estrategia combina un autoritarismo clásico con una marca juvenil fraguada entre redes sociales y post-verdad: “autoritarismo millennial” (Meléndez, 2021).

Diversos hechos y procesos convergen, en suma, para sugerir que, más que un prolongado estancamiento democrático regional (Mainwaring y Pérez-Liñán, 2023), está en curso el reacomodo del proyecto autoritario en el centro de la contienda. Amén de sus “fracasos”, la vía neo-golpista gana enraizamiento social: entre 2010 y 2021 se duplicó (de 14% a 30%) la proporción de quienes apoyarían un golpe del Poder Ejecutivo en tiempos de crisis.1 La polaridad entre los proyectos neoliberal y participativo, en el interior de y en torno a la democracia, luce desplazada del mapa.

La radicalización de las derechas

Los rasgos autoritarios del neoliberalismo no lo funden con el proyecto autoritario (Dagnino, Olvera y Panfichi, 2005). Éste rechaza las instituciones democráticas, desconoce a la sociedad civil y anula la ciudadanía política. El proyecto neoliberal, en tanto, internalizó la vigencia de las instituciones representativas, aun bajo una óptica minimalista del Estado, la participación y los derechos. Se trataba de descargar al Estado de responsabilidades, despolitizar las demandas y confinar el conflicto como palanca de cambio, todo ello sin abjurar de la república ni invalidar la sociedad civil.

Dicha estrechez democrática colocó las condiciones para que, reforzando sus nexos con los movimientos y redes de participación popular vigorizadas en los noventa, las izquierdas llegasen al poder a inicios de siglo. El MAS boliviano o el PT brasileño son emblemáticos al respecto. Su ascenso golpeó cierta fundamentación política neoliberal. No en vano, tras el declive progresista, la recomposición de las viejas derechas no ha fluido. Por un lado, su retorno al poder fue fugaz —Macri en Argentina (2015-2019)— o dramático —Piñera en Chile (2018-2022)—; por otro, emergió una nueva derecha extrema. Los liderazgos/organizaciones radicales con éxito electoral y capacidad de movilización no son pocos. Además de Bolsonaro o Bukele, se destacan el Partido Republicano de A. Kast (Chile), que accedió al segundo turno de las presidenciales de 2021; la red de iglesias pentecostales de Costa Rica; la coalición La Libertad Avanza de Javier Milei en la Argentina —tercera fuerza en la ciudad de Buenos Aires—; o Cabildo Abierto, que integra la coalición gobernante uruguaya de Lacalle Pou (2020- ). Aunque menos recientes, el uribismo colombiano y la derecha libertaria de Lasso en Ecuador comparten con dichas organizaciones, además de la ortodoxia de mercado, un violento anti-izquierdismo, apuestas punitivistas y agendas retrógradas en materia de derechos sexuales. Algunas de estas corrientes (Brasil, Chile) incluso reivindican las dictaduras del pasado siglo.

Aunque se ha identificado cierta moderación de la derecha tras el ciclo progresista (Luna y Rovira, 2021), su radicalización se da en reacción a la izquierda y sus políticas de construcción estatal, redistribución, etc. Una más extensa “batalla cultural” contra la corrección política progresista y las agendas feministas de incorporación de derechos también marca su ascenso (Stefanoni, 2021). Al mismo tiempo, moderados y radicales usan por igual el miedo al “ogro comunista”, corporizado en el chavismo, para ganar adhesiones. En fin: si una derecha moderada subsiste, se ha visto jalonada por el protagonismo en el debate público del anti-estatismo libertario, de un profundo conservadurismo y de la agresividad anti-establishment —políticas de odio incluidas— de la nueva derecha. Su inclusión en las coaliciones moderadas (Uruguay) o el corrimiento de éstas hacia al extremo (Argentina)2 muestran la porosidad de sus fronteras. Tal sería el embrollo del presente: ¿encuentra un límite la cohesión conservadora cuando la democracia está en riesgo?

Un editorial (6-10-2022) de O Estado de São Paulo recriminaba al PSDB —la socialdemocracia de F.H Cardoso— por su actuación en tiempos de Bolsonaro: “a crise de identidade virou esquizofrenia: seus parlamentares se alinharam a 8 em 10 pautas do governo, inclusive as que violentaram a ordem constitucional...”.3 Tal alianza prosiguió incluso cuando estaba claro que el expresidente no era sólo un charlatán ultraconservador, sino que atacaba sistemáticamente las instituciones y valores democráticos. La ruta de des-democratización arrancó con la operación Lava Jato (2014) y la negativa a reconocer el triunfo de Rousseff (Tatagiba, 2021). Desde entonces las nuevas derechas coparon la esfera pública y arreció el hostigamiento al PT y al campo popular. El golpe de 2016 y la prisión de Lula exacerbaron tal beligerancia. “Prometo acabar con toda forma de ativismo”, dijo Bolsonaro antes del ballotage de 2018 (Tatagiba, 2021). Ya en el poder, arremetió contra la izquierda, las ONG y las organizaciones sociales. La polarización y sus discursos de odio promovieron en la sociedad y en grupos paraestatales una mayor violencia, y crímenes, contra heterogéneas militancias (indígenas, GLBTTI, mujeres, etc.). La acelerada reconstrucción neoliberal acompañó el asedio a la sociedad civil. Emblemáticas instituciones participativas, desde donde diversas organizaciones incidían en la agenda pública, fueron abatidas. Se interrumpían así tres décadas de democratización de las relaciones socioestatales. No se trató solo de un desafío a la democracia liberal. La colaboración entre derechas no menguó. ¿Es este patrón extensible a la región?

In extremis, ciertas derechas formaron parte del bloque anti-Bolsonaro delineado por Lula. Otras fuerzas regionales de la tendencia sostuvieron al excapitán hasta el último día. La tesis de la excepcionalidad (Brasil, Chile) de la “derecha populista radical” en América Latina (Zanotti y Roberts, 2021) subestimaría su radio de influencia y su coordinación transnacional. Con heterogéneas expresiones dentro y fuera del sistema político, se trata de un proyecto global en expansión. Una de sus aristas, en la región, concierne al embate violento contra el campo popular. Esto reabrió la cuestión del neofascismo. Antes del intento de asesinar a Cristina Fernández, Feierstein (2020) ya lo definía como una práctica social que moviliza a grandes colectivos en torno a una política de odio y hostilidad hacia grupos particulares en nombre de sus rasgos básicos. Alentadas desde el poder o sin su explícito repudio, dichas prácticas se expanden en la sociedad intensificando la espiral de violencia política. La disposición de las derechas conservadoras y liberales a tolerar dicha deriva es, por ello, dramática para la convivencia. Sacrificar su compromiso, aun cuando sea minimalista con la democracia —en nombre del poder de los mercados—, verificaría, más que una dislocación del proyecto neoliberal, su imbricación con el polo autoritario.

Izquierdas: diferenciación y esperanza

El proyecto participativo se asienta en el impulso de los nuevos movimientos sociales y la renovación de la izquierda tras las transiciones de los ochenta. El campo popular reconoce el juego democrático y pasa a disputar sus contenidos normativos e institucionales. Más allá del gobierno representativo, pretende atar la democratización a una politización social ampliada, a la participación ciudadana en la toma de decisiones y al control popular de electos y funcionarios (Dagnino, Olvera y Panfichi, 2005). La apuesta se ensancha con la protesta anti-neoliberal de los noventa y el apego a ideas fuertes de igualdad, desprivatización de los Estados y ampliación de derechos. El primer giro progresista hizo crecer las expectativas de este polo, que ya había avanzado en lo local con su programa participativo.

Aunque los gobiernos de Lula (2003-2012) extendieron mecanismos participativos a nivel federal, no encaminaron formas efectivas de codecisión pública. Diversos movimientos y la propia militancia del PT se mostraron frustrados con dicha imposibilidad (Dagnino y Texeira, 2014). Tales contradicciones fueron más intensas en casos como los de Ecuador, Bolivia o Venezuela. Allí el reconocimiento constitucional de la participación fue neutralizado por las prioridades oficialistas y la re-centralización estatal. Los Consejos Comunales venezolanos fueron instrumentalizados por el Ejecutivo y no pesaron en la toma de decisiones a pesar de su capacidad de movilización. Ya con Maduro, asumieron fines de control político (García-Guadilla y Álvarez, 2022).

El desvío de la ruta participativa toca, entre otros aspectos, a la reposición populista en el interior del giro a la izquierda. En tensión con la democracia liberal, el populismo procura representar a los “sin parte” mientras se yergue contra la élite. La lógica populista abre así un proceso de incorporación del pueblo ordinario a partir de un doble movimiento de articulación: de sus heterogéneas demandas y de antagonismo con “los de arriba” (Laclau, 2005). Tal operación transcurre desde la capacidad del discurso político —del liderazgo— para hablar en nombre de y encarnar a las mayorías: el momento de la representación prima y subordina a la participación autónoma. El populismo no invoca, de hecho, al autogobierno directo o a la potencia popular para representarse a sí misma (Urbinati, 2019). La irrupción del pueblo está siempre filtrada por la representación que le da nombre. Pueblo y liderazgo se invisten mutuamente en el acto electoral que, mientras dirime la puja con las élites, engendra las mayorías que afirman la soberanía popular. Desde el interior de la democracia representativa, entonces, las decisiones del líder realizan el interés general sin requerir la participación social en el juego democrático. El carrusel de reelecciones (Evo, Cristina, etc.) apuntaló la legitimidad de tal lógica política.

De la partición entre socialismo y populismo en el debate latinoamericano (Portantiero y de Ípola, 1981), en el siglo XXI se retomó la crítica a la subordinación popular al Estado y al tutelaje del líder sobre la participación. Así, Modonesi (2015) se refiere al giro izquierdista como un momento de “revolución pasiva” en el que una serie de transformaciones estructurales limitadas toman signo conservador al fundarse en prácticas de subalternización de la organización popular. Sin reconocer la capacidad de los Estados para institucionalizar las conquistas de la lucha social, la matriz autonomista expresa los límites de la construcción hegemónica del populismo.

Más allá de las lógicas políticas en disputa, las luchas ecologistas, indígenas o feministas marcaron límites sustantivos a los gobiernos populares y abrieron incluso puntos de bifurcación entre proyectos políticos. El conflicto anti-extractivista es ilustrativo al respecto. Retomando los principios constitucionales (Ecuador, Bolivia) en la materia —derechos de la naturaleza, buen vivir / vivir bien—, pueblos indígenas y organizaciones campesinas y populares confrontaron la inercia primario-exportadora y la indiferencia progresista hacia la degradación socioambiental en medio del aporte del boom de los commodities a las políticas redistributivas. El desarrollismo era impugnado por quienes la izquierda imaginaba como aliados y/o eventuales “beneficiarios” de su política. Además de defender los bienes comunes naturales, los movimientos ecologistas abogan por el derecho de pueblos, comunidades y colectivos a (co)decidir —consentimiento, consulta previa— sobre el devenir de sus territorios y por el resguardo de la diversidad étnica amenazada por la violencia extractivista. La lucha ambiental eslabona así demandas por profundización democrática, derechos humanos y respeto de las culturas y los pueblos. No en vano son las organizaciones indígenas, negras o afro las que mejor articulan tales conflictos. La cuestión del Estado plurinacional, los derechos colectivos, las autonomías territoriales, la propiedad de los suelos, etc., se tematizan a horcajadas entre particularismos étnicos y principios generales de reorganización de los nexos entre economía, democracia y cultura en medio de la crisis climática global. Se actualizan, de este modo, las críticas al Estado postcolonial y a la inserción dependiente de los países periféricos en la nueva fase de acumulación del capital. Crece así un ecologismo popular con registros ecosocialistas e incluso anti-capitalistas.

Muchas veces entrelazados, el ecologismo, las luchas anti-racistas y la movilización feminista aparecen como las caras más innovadoras del campo popular. Aun así, el cortocircuito con el populismo o la vieja izquierda prosigue. El expresidente peruano Pedro Castillo portó discursos pro-familia y contrarios al aborto o al matrimonio igualitario. En México, López Obrador choca con el feminismo y organizaciones ecologistas. Ya antes, Correa o Evo enfrentaron similares tensiones. Crecen, por ello, las voces que contraponen el progresismo a la izquierda o que limitan el espacio político de ésta a cuestiones post-materiales. La crítica al “neoliberalismo progresista” (Fraser, 2017) —la confluencia entre reivindicaciones identitarias de los movimientos y liberalización económica— ha sugerido, sin embargo, que una “política de la identidad” sin “política de clase y justicia social” impide a la izquierda representar a los damnificados por los mercados desregulados. Nada de esto excusa su incapacidad para dar cuenta de las reivindicaciones feministas y de las diversidades. La cuestión dista, empero, de estar medianamente clara. La derrota de la propuesta constitucional en Chile reactivó, de hecho, la condena a los “excesos identitarios”4 —todo el texto se categorizó en clave de género, etnia y derecho a la diferencia— de una Asamblea dominada por las izquierdas. Titelman y Leighton (2022) hablan, incluso, de una bifurcación entre el progresismo y la identidad nacional en la Convención.

Como sea, no parece casual que la crisis del primer progresismo coincidiera con el auge feminista. La cadena de protestas contra la violencia y los feminicidios — “Ni una menos” — ha atravesado la región desde 2015. La lucha por la despenalización del aborto ha tenido masivas convocatorias en múltiples ciudades e hizo del pañuelo verde (Argentina, 2020) una insignia global de aquella. En el medio, inéditas movilizaciones, como la Marcha das Mulheres Negras Contra o Racismo, a Violência e pelo Bem Viver (Brasilia, 2015), o aquella por el Cuidado de la Vida y los Territorios Ancestrales (“marcha de los turbantes”, 2014), liderada por mujeres negras en el Cauca, conectan reivindicaciones feministas, de igualdad racial, garantía de derechos y defensa de la naturaleza. En fin, la presencia feminista estaba largamente irrigada en calles y asambleas antes de los estallidos de 2019. Álvarez (2022) destaca esta suerte de anticipación del feminismo y resalta su participación en la primera línea de la protesta (cursivas nuestras). Tal protagonismo recoge su capacidad para albergar una pluralidad de luchas e inscribirse en heterogéneos espacios organizativos. Ello le da influencia en diversas contiendas —el feminismo brasilero lideró la resistencia a Bolsonaro— y en la expansión del campo de la emancipación.

La trayectoria de Francia Márquez —figura de la Marcha de los turbantes y hoy vicepresidenta de Colombia— condensa diversas aristas de esa ampliación: mujer afro, madre soltera, ex trabajadora doméstica y luego abogada, feminista, anti-racista, militante de la paz, perseguida y desplazada por su lucha ambiental... en ella hace cuerpo la interseccionalidad de las opresiones y las luchas con que los feminismos contemporáneos proyectan la transformación. Francia Márquez conquistó su lugar en el poder desde ese legado de transversalidad militante (Viveros, 2022). Capitalizó, de ese modo, una votación “propia”, clave en el giro político colombiano. El Pacto Histórico es, aun así, un promisorio intento de ampliación política en el nuevo ciclo. Cabe decir otro tanto del acento feminista del gobierno de Boric, marcado por la intensa lucha de las mujeres antes y después de 2019.

Pero no es desde el acceso al Estado que cabe leer el alcance de estas movilizaciones. Además de renovar el conflicto por los sentidos de la democracia —vinculándola a normas sustantivas como la dignidad, los derechos de la naturaleza, el respeto de los pueblos, la des-patriarcalización, etc.—, esta constelación de luchas despliega una lógica distante del antagonismo de las matrices clasistas/populistas y de la estrategia polarizadora y la política del odio de la extrema derecha. En tal sentido, Tatagiba habla del florecimiento de una política de la esperanza (Paredes, Tatagiba y Ramírez Gallegos, 2022): se trata de una matriz que expande el presente para conectarlo al futuro, sostiene el cuidado y la reproducción de la vida, se soporta en las voces de los/as subalternos/as y, sobre todo, nace con la marca de la interseccionalidad. Ésta rompe con la fragmentación de las luchas populares, con su subsunción en un hegemón o con el aplanamiento de la especificidad de los sufrimientos e ilusiones de cada colectivo. Germinaría allí un modo de articulación democrática sostenido en la proximidad de las luchas y en reales lazos intergrupales de solidaridad radical (Broncano, 2021). Aunque la disputa por la democratización del Estado y la sociedad atraviesa el proyecto participativo, está en duda si puede construirse cierto horizonte de compatibilidad entre la heterogeneidad de lógicas políticas en juego.

Cierre

Apenas entró en funciones, el gobierno brasileño creó un Grupo de Trabajo para delinear estrategias de combate contra los discursos de odio. El intento de golpe volvió aún más urgente la tarea de re-democratizar el país. La cuestión es clara: el auge del proyecto autoritario y el declive del neoliberalismo democrático redibujan el campo del conflicto en torno a la tensión entre democracia y autoritarismo en un contexto global de guerra, postpandemia y recesión. Si en los primeros años dos mil la prioridad de la izquierda fue limitar el avance neoliberal, hoy está en juego además la reconstrucción del tejido cívico-republicano y la creación de anti-cuerpos sociales contra el neofascismo. Ello demanda, en medio del giro a la izquierda, reconstruir desde abajo la fragmentación del campo popular y trazar muy amplias líneas de convergencia en el espacio democrático a través de la reinvención de las lógicas de articulación que ya vieron luz en la inicial resistencia al neoliberalismo y que parecen reposicionarse hoy desde la transversalidad de la política de la esperanza.

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Notas

1 Se citan las cifras del LAPOP (Latin American Public Opinion Project), informe 2021. Para una referencia ampliada del apoyo a golpes de estado ver Lupu, Rodríguez y Zechmeister (2021, pp. 11-14).
2 Macri y otras figuras del PRO se han radicalizado tras la aparición de Milei (Oliveros y Vommaro, 2022).

Recepción: 28 Marzo 2023

Aprobación: 07 Abril 2023

Publicación: 01 Julio 2023

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