Cuestiones de Sociología, nº 28, e161, febrero - julio 2023. ISSN 2346-8904
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Sociología

Entrevista

Hacer nuestro tiempo: la disputa por los horizontes predictivos de la sociedad. Entrevista a Álvaro Garcia Linera

Soledad Stoessel

Centro de Investigaciones Socio Históricas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP - CONICET), Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Martín Retamozo

Centro de Investigaciones Socio Históricas, Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP - CONICET), Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Cita recomendada: Stoessel, S. y Retamozo, M. (2023). Hacer nuestro tiempo: la disputa por los horizontes predictivos de la sociedad. Entrevista a Álvaro Garcia Linera. Cuestiones de Sociología, 28, e161. https://doi.org/10.24215/23468904e161

Resumen: Esta entrevista a Álvaro García Linea presenta una aguda reflexión en torno a la relación entre lo nacional-popular y el populismo, dos conceptos clave para analizar la política latinoamericana. La preferencia de García Linera por el primero estriba en su extraordinaria capacidad explicativa para comprender las heterógeneas luchas sociales, la construcción de sujetos políticos y las transformaciones revolucionarias. Nutrido del debate gramsciano de los años ochenta, García Linera lo conjuga con la discusión marxista para dar cuenta de la configuración de las clases sociales que en América Latina, y especialmente en Bolivia, tiene una profunda carga étnica. Lo nacional-popular es la manera de realización histórica práctica de las luchas de clases plebeyas por su autonomía y autodeterminación, cuyas características y destino no están preestablecidos más allá del curso mismo de la acción política. Es el momento plebeyo, que siempre estalla como desborde estatal, aunque paradójicamente necesita instituirse temporalmente en el Estado, para consolidarse y universalizarse. Según García Linera, lo nacional-popular solo surge en momentos de crisis de régimen de dominación y régimen de acumulación. Durante este interregno, se produce lo que denomina “debilitamiento del horizonte predictivo”, al tiempo que se activa la “disponibilidad colectiva a revocar creencias”.

Palabras clave: Nacional-popular, Populismo, Potencia plebeya, Horizonte predictivo.

Making our time: the dispute over society's predictive horizons. Interview with Álvaro García Linera

Abstract: This interview with Álvaro García Linera presents a deep reflection on the relationship between the national-popular and populism, two key concepts for analyzing Latin American politics. García Linera's preference for the former lies on its extraordinary explanatory capacity to understand heterogeneous plebeian social struggles, the construction of political subjects and revolutionary transformations. Nourished by the Gramscian debate of the 1980s, García Linera combines it with the Marxist discussion to account for the configuration of social classes that in Latin America, and especially in Bolivia, has a deep ethnic charge. The national-popular is the way of practical historical realization of the struggles of plebeian classes for their autonomy and self-determination, whose characteristics and destiny are not pre-established beyond the very course of political action. This is the plebeian moment, which always erupts as a state overflow, although paradoxically it needs to be temporarily instituted in the state in order to consolidate and universalize itself. According to García Linera, the national-popular only arises during the crisis of the domination and accumulation regimes. In the course of this interregnum, what he calls "weakening of the predictive horizon" takes place, while the "collective willingness to revoke beliefs" is activated.

Keywords: National-popular, Populism, Populism, Plebeian power, Predictive horizon.

Álvaro García Linera nació en 1962 en Cochabamba, Bolivia. Estudió Matemática en la Universidad Nacional Autónoma de México y posteriormente Sociología de forma autodidacta durante los 5 años de permanencia en la Cárcel de San Pedro de la Ciudad de la Paz (entre 1992 y 1997 en el gobierno de Jaime Paz Zamora). En su trayectoria articuló la militancia política con la reflexión sistemática sobre los procesos políticos en América Latina, lo que le ha consagrado como uno de los intelectuales comprometidos más importantes de los tiempos contemporáneos. Ha sido uno de los miembros fundadores del grupo de intelectuales críticos Comuna. Fue vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia acompañando al presidente Evo Morales durante el período gubernamental enero 2006-noviembre 2019, cuando tuvieron que abandonar el cargo por el golpe de Estado perpetrado por fuerzas reaccionarias, como la policía y sectores de la sociedad civil, luego de haber obtenido la victoria electoral en las elecciones presidenciales de octubre 2019 con el 47 % de los votos.

Durante el período en que ejerció la vicepresidencia, García Linera organizó un ciclo de seminarios bajo el título «Pensando el mundo desde Bolivia» que congregó a figuras intelectuales como Gayatri Spivak, Toni Negri, Enrique Dussel, Salvoj Zizek, Ernesto Laclau, Judith Revel, Hugo Zemelman, Bob Jessop, entre muchas otras. Entre las principales contribuciones académicas de García Linera se encuentran “Forma valor, forma comunidad de los procesos de trabajo” (1995), “La potencia plebeya: acción colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia” (2008) y “Las tensiones creativas de la revolución. La quinta fase del Proceso de Cambio” (2018). En 1997 se incorpora como docente en la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz, y desde entonces ha sido docente invitado en diferentes universidades de América Latina.

Este diálogo, establecido en febrero 2023, se desarrolló en una coyuntura global y regional caracterizada por tensiones entre dos campos de proyectos político y éticos que, con diferentes énfasis, disputan la salida a la crisis. Uno concentra propuestas guiadas por una reivindicación del neoliberalismo, con su primacía del mercado y el individualismo que ponen en jaque premisas democráticas de la comunidad política y derechos conquistados. En el otro campo, se encuentran proyectos que buscan configurarse como alternativas políticas, económicas, sociales y civilizatorias, con la preocupación por la organización de la vida en común con criterios de justicia social. Pero este contexto no es solo de crítica intelectual e imaginación de mundos alternativos. Se trata de pensar la práctica política como la ampliación de los horizontes de posibilidad y la gestión concreta de procesos de cambio realizables. Entre el utopismo de plantear opciones idealizadas sin contexto y el posibilismo de negarse a la expansión de lo posible, se trata de construir la opción superadora. Al decir de Hugo Zemelman, activar el presente potencial. Entre las perplejidades del advenimiento de partes nuevas al viejo mundo y contra el acecho de la desesperanza, este diálogo ilustra las posibilidades contenidas en dicho presente. Asimismo, muestra que el análisis de la coyuntura lejos está de reducir lo posible a lo dado, sino que, por el contrario, permite abrir lo dado a múltiples opciones de proyectos a través de la praxis social.

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Soledad Stoessel y Martín Retamozo (SS y MR). Gracias Álvaro por la disposición para esta entrevista para la revista Cuestiones de Sociología. En este dossier nos interesa repensar el vínculo entre dos conceptos que son clave para analizar la política latinoamericana, como son el de lo nacional popular y el de populismo. ¿Cómo aparece la reflexión sobre estos dos conceptos en tu trayectoria? ¿Qué problemas políticos trajeron estas cuestiones? ¿Qué autores y qué lecturas te ayudaron para repensarlos en una clave latinoamericana?

Álvaro García Linera (AGL): Yo prefiero usar el concepto de nacional-popular que el de populismo. Hay definiciones académicas muy sofisticadas de populismo, pero en general estas no llegan al debate político, en el que mayoritariamente se lo usa para descalificar al opositor, para desvirtuar la acción colectiva, para mostrar una supuesta anomalía democrática de lo popular; como si fuera una temporal enfermedad colectiva. No todo el mundo lee La razón populista de Ernesto Laclau, ni a Pierre Rosanvallon, que han argumentado sobre el contenido democratizador del populismo. En cambio, el concepto de nacional popular te muestra el movimiento de lo popular y lo popular entendido como movimiento histórico de las clases plebeyas.

Estando en México en los años ochenta, mi primer encuentro con la categoría de lo nacional popular viene a partir de los textos que circulaban entonces, como los de Juan Carlos Portantiero y de Emilio de Ípola, que fueron muy influyentes en el debate entre los exiliados latinoamericanos y la izquierda que se había concentrado en México. Y, a partir de ellos, la referencia inmediata era Gramsci. Yo me alimento de esas lecturas, de estos intelectuales argentinos, que eran los que mejor habían desarrollado el tema. También, por supuesto, está el aporte de Laclau, con un texto que va a ser un parteaguas dentro del debate entre marxistas y postmarxistas sobre estrategia socialista.

Posteriormente, ya regresando a Bolivia, se publicará el texto de René Zavaleta Mercado, Lo nacional popular en Bolivia, donde la categoría adquiere una extraordinaria capacidad explicativa para entender las luchas sociales obreras y campesinas. Inicialmente, este debate de lo “popular” para mí no fue rupturista ni novedoso. La importancia del discurso, de la acción colectiva para delimitar las fronteras de las clases sociales movilizadas, y de la contingente fusión en movimiento de varias clases, no me resultaba algo especial ni aleccionador, porque así me había acercado a la lectura del marxismo. Los escritos de Marx sobre las revoluciones francesas de 1848 y 1871 me habían vacunado contra lecturas economicistas de la plebe en acción. Las clases sociales junto con sus condiciones de existencia económica tenían dimensiones culturales e ideológicas. Y muchas veces era en ese escenario ideológico-político donde se creaban articulaciones de múltiples sectores populares, y donde las propias clases adquirían existencia pública movilizada.

En ese tiempo era muy joven, tenía 18-20 años, y no traía la carga del debate de los años 60 y 70 en torno a las lecturas más “propietaristas” y teleológicas de la construcción del sujeto político. Entonces mi acercamiento al marxismo iba más bien por una lectura más heterodoxa de Lenin, Gramsci, Balibar, Sartre. Además, había una realidad en Bolivia que me estaba influenciando muy fuertemente: la emergencia del movimiento indígena en paralelo y distanciado del movimiento obrero, y con una radicalidad histórica mayor que él. Entonces, una realidad y una lectura sin complejos y sin la pesada herencia del debate anterior, permitieron que estas reflexiones que venían de los intelectuales argentinos, fundamentalmente, llegaran a mí de una manera más natural y no traumática, formando parte del bagaje que alimentó mis reflexiones para intentar entender la realidad boliviana.

SS y MR: En relación con tu inserción en este debate gramsciano y tu acercamiento a los movimientos indígenas campesinos en Bolivia, ¿cómo se incorpora en el debate en torno a las clases la cuestión de lo nacional y lo campesino? ¿Cómo se puede pensar esta relación entre lo nacional, lo popular y la etnicidad?

AGL: Lo que pasa es que, en Bolivia, de una manera brutal (y luego comencé a verlo también en otras partes del mundo), la configuración de las clases sociales tiene una profunda carga étnica. Es una obviedad. Si eres rico, eres blanco. Si eres pobre, tu piel es de color cobriza. No hay dónde perderse. El color de piel es un elemento estructural de la composición de las clases sociales. Así era la Bolivia que me tocó a mí de niñez y de juventud. Y entonces era un hecho innegable que no podías estudiar las clases sociales en Bolivia desde un punto de vista marxista, contentándote meramente con estudiar cuál era su vínculo con los medios de producción. De hecho, esta era una mirada ya incluso criticada por Marx, porque él mismo te habla de la importancia de los factores culturales y políticos en la conformación de las clases sociales en lucha (en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte” y en “La lucha de clases en Francia” se observa eso). Su mirada no es economicista, sino compuesta, en la que se entremezclan imaginarios colectivos, discursos políticos, experiencias históricas sedimentadas, fusiones, diluciones y unificaciones aleatorias de la historia de los sectores sociales en acción. Y en Bolivia, evidentemente, el tema de la etnicidad era y es un tema nuclear para cualquier tipo de lectura de la realidad social. Y no solamente por el diario vivir de cómo se racializaban premios sociales, sanciones, reconocimientos, presencia política, valores a alcanzar o valores e identidades a rechazar en la vida cotidiana. En este entramado, con la fuerza de una evidencia indiscutible y “natural”, lo indígena siempre fue el polo negativo, del cual todos, incluso los indígenas, tenían que huir. Lo blanco siempre fue el polo positivo, al cual todos intentaban abrazar. Y la lucha por la propiedad, la riqueza, el reconocimiento, era una encarnizada huida de lo indígena, en la que todos intentaban blanquearse lo más posible. Si no se podía la piel, pues el apellido; y si no es el apellido, por lo menos los comportamientos; y si no, la ropa, y si no es la ropa, el lugar donde vives; y si no, las distracciones o los gustos. Esa era la lucha en la vida cotidiana, en la que la búsqueda de bienes económicos, poder o reconocimiento, era incompleto, o mejor, solo quedaba validada, si simultáneamente te des-indianizabas y te blanquebas, de alguna u otra forma. La etnicidad era, y es, como un meta-capital que consolida y otorga un plus de riqueza y poder a quien lo logre monopolizar. Entonces, intentar estudiar la realidad social boliviana y hallar las fuerzas de transformación revolucionaria al margen de este eje étnico, organizador del poder y la riqueza, no solo era un despropósito sino una ceguera reaccionaria.

Pero, además, la fuerza del indígena venía de los hechos. A los 17 años, me tocó vivir una gran huelga general, un gran levantamiento campesino indígena, aymara, en el altiplano, que cerró las carreteras del occidente del país en los días de Navidad y Año Nuevo. Las elites quedaron aterrorizadas. Pero además los indígenas sublevados lo hicieron no acatando el mando obrero, sino a pesar de él. La Central Obrera Boliviana (COB), llamaba a defender al gobierno democráticamente elegido, luego de salir de golpes de Estado, a pesar de que el gobierno era de derecha. Por su parte, y a contracorriente de la COB, los indígenas aymaras salían a bloquear todas las carreteras, a enfrentarse a ese gobierno democrático que había llevado adelante unas medidas económicas terribles contra los productores campesinos, porque quería establecer precios fijos a los productos agropecuarios de venta en la ciudad. El mando sindical obrero, emblemático de la “conciencia revolucionaria” para los izquierdistas de entonces, no era acatado por estos indígenas rebeldes. Se hace una huelga al margen de la COB y con diversos lenguajes y territorialidades distintas a los del salario o la fábrica. Eso me impactó mucho. No era el mando obrero articulando a campesinos, como establecía la receta obrerista de entonces; sino que eran los campesinos-indígenas movilizados de manera autónoma, en continuidad con luchas que se remontaba siglos atrás, reivindicando una necesidad económica de clase campesina, pero en idioma aymara, con su carga cultural aymara, evocando viejos caudillos comunales y ancestrales luchas por el autogobierno aymara. Eso para mí fue como una revelación. Intenté acercarme con lo que tenía a la mano, los textos de Lenin sobre el campesino y las nacionalidades me orientaron en parte; también estaban los textos de Marx acerca de las comunidades y las luchas anticoloniales que me orientaron mucho más; y los de Gramsci, sobre lo nacional popular, en particular sobre la manera de comprender los cursos de la unificación nacional del campesino. Entonces esos elementos crearon un marco interpretativo que me ayudaba a desentrañar lo que estaba viendo con mis ojos: indígenas que reivindicaban su color de piel, su vestimenta, su idioma, su historia y su tradición para luchas por su emancipación. Y eso era diferente a todo lo que teorizaba la izquierda regional sobre las luchas de clases.

Creo que esa experiencia marcó para mí un fundamento de vida que dura hasta el día de hoy, y es el de explicar, desde el marxismo, lo indígena-campesino como un factor de transformación revolucionaria. Y no me he visto tentado a ir por fuera del marxismo para encontrar las mejores herramientas para explicar eso. Toda esta realidad me llevó a plantearme como reto comprender la constitución de las clases sociales, distintas a las que sociológicamente podemos estudiar mediante encuestas (por su composición “objetiva”). El lenguaje diferenciador (aymara frente al español), las vestimentas unificadoras (poncho y pollera frente al terno o falda), la memoria de autogobierno (Tupac Katari frente a presidentes blancoides), las tácticas de lucha (el cerco territorial frente al encierro de las elites), eran las clases sociales en acción, haciéndose, transformándose, fusionándose o antagonizándose en la acción práctica, en la lucha, a partir de memorias y discursos.

Y eso es lo nacional-popular en acción; la formación de las clases en lucha, como flujos que se suman, se dividen, se fusionan como algo nuevo, se sobreponen, se cualifican y condensan de manera contingente, a partir de disparadores culturales, económicos, étnicos, morales y políticos, sin destino predeterminado que no sea el que resulte de la propia aleatoriedad de la lucha y los antagonismos emergentes. Ciertamente lo económico brinda condiciones de posibilidad de identidades colectivas, pero estas pueden permanecer pasivas por siglos, o ser activadas por gatilladores ideológicos, por ofensas o recuerdos, dando lugar a articulaciones sociales (alianzas, fusiones) y liderazgos contingentes. Lo nacional-popular es la manera de realización histórica práctica de las luchas de clases plebeyas por su autonomía y autodeterminación. Y su destino y sus características no están preestablecidas más allá del curso mismo de la acción práctica.

SS y MR: Retomando estos debates intelectuales y también debates políticos de los años 80 en adelante, vos habías mencionado a algunos intelectuales argentinos, gramscianos, como Juan Carlos Portantiero y Emilio de Ípola, quienes por aquellos años inauguraban una crítica desde la izquierda al Estado populista y a “los populismos realmente existentes”, una crítica más política que teórica, porque afirman que el momento de lo nacional popular termina deviniendo en lo “nacional- estatal”. ¿Qué lectura haces de esa crítica y de los conceptos de lo nacional-popular y de lo nacional-estatal como elementos de la conformación de una voluntad colectiva?

AGL: Yo pienso que el gran aporte de ese debate de los intelectuales gramscianos para la época fue pensar que la conformación de las clases sociales, o mejor, de las identidades movilizadas, no pueden ser estudiadas a partir de un mero determinismo económico. Y eso ya es mucho en relación a cómo era el debate de entonces de las izquierdas. Y sin duda en sus tiempos representó casi una herejía que alguien se atreviera a decir eso, que la clase movilizada no era igual a la clase objetiva, económicamente definida. Y el aporte de los gramscianos latinoamericanos fue decir que lo movilizado toma otras características, está atravesado de otro tipo de identidades, contradicciones y de fronteras que no siempre coinciden con las de la clase objetivamente definida desde el ámbito económico. Hoy todo ello es una obviedad, pero para entonces era una apostasía y te abría todo un horizonte muy grande de reflexión. Sin embargo, creo que esta reflexión como contraparte pecó de ciertas limitaciones. Por ejemplo, en el caso de Ernesto Laclau, al reducir la conformación de identidades populistas o movimientos nacional-populares a una mera construcción discursiva. Había que romper evidentemente el determinismo económico, pero al hacerlo, se sobredimensionó el papel de lo discursivo. Y entonces, casi llevándolo al extremo, la política parece reducirse a cómo se articulan discursos, cómo se delimitan fronteras discursivamente o cómo se articulan demandas. Y a partir de ahí entonces ya pudieras obtener un gran movimiento. Y no sucede así. Uno puede hacer ejercicios discursivos, hasta el algoritmo te puede ayudar a hacer construcciones discursivas y no te da un movimiento social. Un movimiento tiene condiciones especiales.

En el caso de Portantiero y de Ípola, ellos están todavía anclados en la mirada del partido, de “El Príncipe”. Entonces, lo nacional popular en gran parte es la articulación entre los intelectuales y lo popular. Y ahí estaría la clave de las luchas políticas. Y en mi lectura, esa es una mirada restringida de la construcción de lo nacional popular. Sobre ello, evidentemente Gramsci vuelve a alumbrar. Te da este concepto tan rico, lo nacional popular, pero también te da luces para responder la pregunta de ¿cuáles son las condiciones para que se forme una voluntad colectiva, con capacidad de transformación del Estado? Esto no se da en cualquier momento. Se da en momentos específicos.

En este sentido, no basta construir discursivamente fronteras, o articular de cierta manera el “príncipe” o lo intelectual con la masa para tener un movimiento. Hay una voluntad de transformar en momentos singulares y específicos de la historia de la sociedad. ¿Cómo encontrar esos momentos? Tú te puedes inventar discursos las veces que quieras, pero no anclan en el espíritu colectivo. Solamente en momentos singulares de la historia de las sociedades un discurso puede anclar y gatillar expectativas colectivas movilizadas. Solamente en tiempos históricos particulares una forma de articular lo intelectual con lo popular tiene un efecto de explosión irradiante; o solo en algunos momentos extraordinarios se construye una voluntad de transformar el Estado. Y eso te lo enseña Marx, Lenin y Gramsci. Los gramscianos latinoamericanos recogieron el aporte del papel del intelectual, de la construcción discursiva y de la cultura en la transformación social, pero no se leyeron a Gramsci en la singularidad del momento de la formación de una voluntad colectiva. Es decir, no captaron el “momento gramsciano”.

Y yo creo que ahí hay dos conceptos que vengo trabajando que me parecen claves para continuar lo trabajado sobre esto, y son el del debilitamiento del horizonte predictivo, y disponibilidad colectiva a revocar creencias. Eso no se da en cualquier momento. Se da con cierta regularidad histórica (entre cincuenta a sesenta años) cuando entran en declive temporal los sistemas de dominación política y acumulación económica. Por ejemplo, en los tiempos de Gramsci, cuando se fue resquebrajando el régimen de acumulación y la ideología liberales, dando lugar a un “interregno”, lo que permitió precisamente todo el poderío de sus reflexiones. Karl Polanyi también trabajó por su lado, en ese mismo momento histórico. Y ahora, en la actualidad, en el mundo, a partir de los años 2000, también viene produciéndose un agotamiento y debilitamiento del horizonte predictivo neoliberal y, en algunos casos más avanzados, se van habilitando gradualmente disponibilidades colectivas a nuevas creencias. Estos dos elementos tienen que ver con realidades económicas y políticas, y no meramente discursivas. En cierta manera, lo nacional-popular solo surge en momentos de crisis de régimen de dominación y régimen de acumulación, en los interregnos de época.

Entonces, esta historicidad específica de la crisis, del momento crepuscular del orden económico y cognitivo y, por tanto, de una parálisis del tiempo histórico esperanzador, es lo que da lugar, después del estupor social, a la disponibilidad colectiva a adoptar nuevas creencias, y reconstituir un nuevo horizonte predictivo de época. Y este momento de declive cíclico de los sistemas de creencias es para mí la clave para entender el surgimiento de lo nacional-popular.

Ahora, el devenir nacional-estatal de lo nacional-popular no es una deriva ni un fracaso. ¿Acaso no es el mismo Gramsci que nos demuestra que las clases subalternas solo pueden unificarse bajo la forma de Estado? Las clases populares sufren la subalternidad por su condición, casi permanente, de fragmentación y competencia entre sí. Solo en momentos singulares, logran unificarse en la lucha. Es lo nacional-popular en acción. Dan lugar a una plebe movilizada como experiencia de lo “nacional”, de lo común a todas las mayorías. Transmutan su particularismo en una voluntad universal capaz de cobijar a todos los integrantes de la sociedad, bajo liderazgo de clases populares. Diluyen el antiguo monopolio de los universales, el Estado conservador, e instituyen nuevos universales, de raíz plebeya y a cargo de representantes plebeyos. Es un nuevo Estado, es decir un monopolio de universales que, con el tiempo, solo cristalizará y evocará los fuegos fundadores del desborde popular, pero ahora “administrados”, gestionados por nuevas elites, nuevas burocracias emergentes del “enfriamiento” del momento plebeyo de la catarsis social. Hasta ahora, no hay nacional-popular que haya logrado superar a lo largo del tiempo esta cristalización y posterior expropiación de sus energías emancipadoras. ¿Es un destino inevitable? No. La energía social contenida en el estallido del “momento populista” puede ir más allá de la formación de nuevas elites. De hecho, estalla como democratización de la capacidad de hacer, deliberar y decidir al margen de las instituciones; pero necesita centralizar parte de esa energía, para consolidarse e irradiarse y defenderse. Es decir, el momento plebeyo siempre estalla como desborde estatal, aunque necesita temporalmente instituirse estatalmente para consolidarse y universalizarse. Pero al hacerlo, no solo da inicio a la formación de nuevas elites monopolizadoras, sino que además tiende a debilitar el propio impulso no estatal de la acción colectiva. Sin embargo, si no estataliza la energía colectiva, puede nuevamente fragmentarse y dar lugar a una nueva estatalidad conservadora “salvadora” que “devuelva el orden” a la sociedad. Es una paradoja histórica. Pero es una paradoja que solo puede ser superada en la propia acción, moviéndose en los dos lados: estatalizando y desestatalizando la acción colectiva de manera simultánea; hasta un momento en que la explosión de otros momentos nacional-populares en otros países refuercen la experiencia auto-determinativa de lo popular por encima de su concentración estatal, con sus respectivos monopolios y burocracias políticas. Lo nacional-estatal no es el curso inevitable y final de lo nacional-popular, aunque todo lo nacional-popular tiene que atravesar por lo nacional-estatal. Que se detenga ahí, o logre rebasarlo, desbordarlo o desplazarlo, es un resultado de la densidad emancipatoria del pueblo movilizado y, por sobre todo, de la capacidad de articulación con otras explosiones nacional-populares en otras partes del mundo. Y eso nunca se sabrá de antemano si podrá suceder. Solo el curso de la lucha social podrá dirimirlo.

SS y MR: Ahora nos trasladamos a otro concepto que mencionabas, que es el de sujeto político, que se relaciona con lo expresado sobre la necesidad de recuperar la historicidad, las condiciones materiales para la emergencia de las subjetividades populares y, a su vez, con la otra dimensión política, “jacobina” diría Gramsci, de suscitar esa voluntad colectiva nacional popular, que requiere actuar sobre el pueblo disgregado. En ese contexto, uno de los conceptos que vos has elaborado para otro momento, es el de potencia plebeya: esa posibilidad de un poder creativo que emerge de esas prácticas históricas, culturales, que tienen diferentes temporalidades. ¿Cuál es la pertinencia de ese concepto para pensar el momento actual en el marco de dispositivos de dominación (financieros, tecnológicos, militares, mediáticos) que en cierto modo se han sofisticado? Recién mencionaste al algoritmo, cosa que no existía a principios de siglo. Y otros espacios más clásicos, como la calle, la plaza, la fábrica, siguen siendo terrenos de lucha. ¿Cómo se articula la potencia plebeya en estas condiciones actuales, entre las viejas prácticas y nuevos espacios, muchos de ellos dominados por “nuevas” derechas, neofascistas, autoritarias, que se han mostrado muy eficaces en los nuevos terrenos de acción?

AGL: La historia social te muestra que la gente se mueve por cosas concretas, a partir de predisposiciones muy particulares y de quiebres morales muy excepcionales. Las revoluciones comienzan por cosas muy particulares, muy inmediatas. Agua, pan, reconocimiento, paz, enojo, malestar, frustración. Es al fragor de eso que se van fusionando, se van reestructurando y cruzando, colectividades populares para dar un sujeto colectivo. No hay transformación social, no hay movilización social, ni hay revolución que se haga bajo consignas clasistas o estrictamente socialistas. Nadie sabe anticipadamente cuál es la consigna articuladora. Estudiamos estos momentos procesuales cuando se han dado. Nadie puede decir “esta consigna que se me ocurrió va a ser la que va a movilizar a la gente”. Cuando entra en fusión, las colectividades se van articulando, y unas identidades se vuelven más dirigentes que otras, otras se vuelven de apoyo, y luego son sustituidas por unas nuevas. Emerge una consigna que unifica más, pero luego es rebasada por una nueva consigna. Esto puede ocurrir a partir de abusos del gobierno, de la reacción brutal de sectores conservadores o a partir de éxitos que se logran y que infunden más expectativas y más esperanza a otros sectores anteriormente no movilizados. La sociedad, entonces, en esas condiciones, está en un estado de magma, de fuego incandescente. Esa es la potencia plebeya: un flujo indeterminado de disponibilidades colectivas a la acción que se van fusionando, cruzando, quebrando, transformando, enriqueciendo hacia múltiples direcciones. En algunos casos pueden ser direcciones conservadoras, si es que no hay dispositivos políticos previamente organizados que tengan la capacidad de leer el momento y moverse al lado y en medio del flujo para poder orientarlo hacia demandas de justicia social y protagonismo plebeyo. Por ejemplo, destacando elementos más igualitarios, más comunitaristas, más participativos, menos delegacionistas.

La potencia plebeya es este singular momento de fusión multidireccional de disponibilidades, de malestares, de apetencias, de expectativas colectivas de una sociedad que se siente convocada a participar en lo que es la vida en común. Las clases populares dejan de delegar sus penas y angustias a otras personas para que las solucionen, y son ellas mismas las que asumen de una manera casi festiva la solución de los problemas que las agobian. Estas colectividades se lanzan y se sienten compelidas a tomar decisiones, a opinar sobre cosas que antes solamente eran de opinión de algunos especialistas y ahora se vuelven tema cotidiano de la mesa familiar, del encuentro de amigos en el bar o en la cancha de fútbol. La dirección intelectual y moral del movimiento es fluida, cambia según las circunstancias. En momentos puede ser el movimiento sindical obrero, o comunal indígena, que poseen estructuras organizativas en el tiempo más estables y profundas, En ocasiones podrán ser sectores medios, partidos, líderes sociales, etc. En todo caso, nada preestablece un lugar privilegiado de conducción a algún sector social. Depende de su ubicación en el espacio de lucha, de su capacidad de organizar, de convencer y, ante todo, de representar el interés inmediato del movimiento en su conjunto.

Son momentos excepcionales. La potencia plebeya es un momento excepcional. No se da a cualquier rato, no está siempre ahí. La sociedad no siempre está en estado de fusión (Sartre le ha dado un nombre inolvidable, el estado serial). El estado de fusión se produce cuando las cosas se articulan, se juntan, construyen algo que antes no existía, que no habías esperado que pudiera surgir sobre la marcha. Esos son los momentos constitutivos de las realidades sociales. Si llegan a formas de sublevaciones o de revoluciones, definen el nuevo Estado, los derechos, las prerrogativas y las jerarquías sociales; radicalizan las demandas y los reconocimientos. Transforman parcialmente el Estado y ciertas instituciones, modifican el lenguaje de lo decible de la sociedad, establecen sectores sociales con mayor capacidad de interpelación o de convocatoria o de definición sobre las políticas públicas, y eso luego se estabiliza.

Esto sucede en cualquier parte del mundo. No es un tema específicamente latinoamericano. Es lo que ha vivido América Latina a inicios del siglo XXI, y ahora lo comienzan a vivir los países del norte. Son los síntomas del desfallecimiento del ciclo de acumulación y dominación neoliberal. Cuando los sistemas de creencias duraderas envejecen, inicialmente se produce un estado de desánimo general, de frustración e incertidumbre paralizante. Luego, gradualmente se van abriendo espacios segmentados para sustituir las antiguas creencias por otras nuevas que devuelvan certidumbre al horizonte productivo de la sociedad. Allá donde los sedimentos de luchas históricas y la memoria colectiva son más fragmentados, o donde los proyectos políticos de izquierda defeccionaron en brazos de los anteriores proyectos dominantes, es posible que la apuesta a soluciones providenciales y retrógradas cautiven el imaginario popular. Es la constitución reaccionaria de lo popular en torno a programas antiigualitarios. Es lo que algunos llaman el “populismo de derecha”. En otros lugares, allá donde los sedimentos de la lucha social autónoma son más sólidos y brotan nuevamente, donde propuestas y liderazgos de transformación refuerzan esas luchas y pugnan por expandirlas, la disponibilidad a nuevas creencias colectivas abre el ímpetu al protagonismo social con incidencia estatal. En algunos casos, de manera moderada. En otras, de manera más radical, dando lugar a una transformación de las estructuras de clase del poder estatal y a la manera de redistribuir la propiedad y la riqueza.

La potencia plebeya es este flujo multiforme de iniciativas, de protagonismos, disponibilidades y creatividades populares en estado fluido, ígneo, en marcha. En los casos en que la disponibilidad está por encima del protagonismo, se han experiencias regresivas con aceptación popular. Es el caso del neoliberalismo, cuando terminó el ciclo del capitalismo de Estado en los años 80 del siglo XX, o en la actualidad, con el neoconservadurismo europeo. Cuando la disponibilidad social viene acompañada de niveles de protagonismo plebeyo en la solución de los asuntos comunes, tienes las distintas formas de progresismo moderado o revolucionario, como en el caso de América Latina. Y claro, tras el momento de efervescencia catártica, como decía Gramsci (Sartre, “de fusión”), viene el momento de la estabilización. Pero es en la “catarsis” plebeya donde se construyen los pilares de la nueva hegemonía. En su profundidad y continuidad quedan definidos los nuevos ejes articuladores de las instituciones y de los discursos duraderos. Si son de larga duración, son hegemónicos, estructurales; y si son de corta duración, son hegemonías temporales. Y luego viene el momento más administrativo, más pasivo.

Y la pregunta es, ¿lo nacional-estatal y el progresismo atemperan, enfrían, la emergencia de lo popular? Es la hipótesis de los que decían “hemos llegado al fin del ciclo progresista”, en el año 2015. Porque supuestamente, desde los gobiernos, habría una actitud de pasivización del flujo plebeyo popular. No estoy de acuerdo con esa mirada. De hecho, la historia se ha encargado luego de desmentirla, porque después del “fin del ciclo progresista” (2000-2015), ha emergido una nueva oleada progresista (2018…). Es una nueva oleada distinta a la primera, con otras connotaciones, pero portadora de programas de reforma social. Hoy hay más gobiernos progresistas y de izquierda que en la primera oleada. Lo nacional-popular no es cíclico (nace, crece y muere), sino por oleadas, van y vienen, una y otra vez, hasta estabilizarse, o bien ser derrotados por un largo tiempo. La pregunta es ¿en qué medida lo nacional popular existente podía ir más allá? ¿esa era la máxima acumulación lograda por lo nacional popular? ¿Hasta ahí llegó la fuerza de lo nacional popular? ¿Y cómo eso luego queda cristalizado en instituciones, en derechos, en lenguajes, en reconocimientos?

Luego de las grandes movilizaciones y revueltas, poco a poco la gente regresa a su casa, a su cotidianidad, porque la gente no puede estar movilizada indefinidamente. Tiene que mandar a sus hijos al colegio, pagar las deudas, preocuparse de conseguir trabajo, etc. Después de la efervescencia, viene un repliegue normal. Por eso, esto se da por oleadas. Los flujos de lo nacional popular son siempre por oleadas, no son de ascenso permanente, perpetuo. En su momento de máxima irradiación y protagonismos, definen las características del momento histórico que se abre en los siguientes años. Ciertamente la potencia plebeya siempre puede más de lo que logra, pero hay que analizar históricamente hasta dónde alcanzó el primer flujo; por qué se detuvo donde llegó y si había expectativas reales de seguir avanzando más. Los gobiernos pueden ayudar a más conquistas sociales, pero no pueden inventar lo nacional-popular ni el protagonismo plebeyo. Esto no se construye desde arriba. Lo nacional popular son formas de autoagregación colectiva. Para Gramsci, el partido era un producto de ese mismo despertar, no el que produce el despertar social. Y creo que los gobiernos progresistas que han emergido en Bolivia, en América Latina, unos más radicales, unos más moderados, han correspondido al flujo medio de esa fusión, de esa agregación de identidades y de voluntades colectivas de transformación que se gestaron a inicios del siglo XXI. Mi lectura es que el primer ciclo de gobiernos progresistas latinoamericanos corresponde más o menos al flujo acumulado de fuerza, de potencia social desplegada. Y si este protagonismo colectivo no avanzó más, es un tema de la propia dinámica interna de la sociedad. Ciertamente los gobiernos progresistas podían haber hecho mucho más de lo que hicieron en términos de derechos, de justicia e igualdad. Esto es cierto. Pero no podían, ni pueden, sustituir el protagonismo social. Todo protagonismo plebeyo es siempre por fuera del Estado y el gobierno; con repercusiones necesarias en el Estado, pero no desde el Estado.

No encuentro ninguna experiencia de gobierno progresista que haya pasivizado, es decir, que se haya lanzado a reprimir a movimientos sociales, que haya recortado derechos, que haya aniquilado direcciones sociales para quitarles la potencia que iba más allá. Quienes acusan de esto al progresismo, lo hacen sustituyendo los movimientos y organizaciones sociales por las ONG incrustadas en el mundo popular. Y esa es una impostura reaccionaria. No es casualidad que, quienes hacen estas críticas, al final aparezcan justificando los “círculos de oración” en las puertas de los cuarteles pidiendo golpes de Estado.

Los marxistas somos los más interesados en que la potencia social desborde al gobierno progresista y al Estado. Pero no se puede confundir los deseos con la realidad. La realidad es la fuerza interna del movimiento colectivo que lo lleva hasta ciertos protagonismos, ciertas conquistas, y luego lentamente se repliega al corporativismo local. La presencia de la gente en la calle, de los trabajadores, mujeres, indígenas en las carreteras, en los debates, llegó hasta ahí. En ese momento se consolidan derechos y estructuras estatales. Siempre se podía jalar un poco más, sí. Y lo ideal es que de aquí a un momento vaya a haber una nueva oleada que vaya más allá. Es como cuando uno está subiendo una montaña y coloca un pivote en la roca, y se detiene ahí. Luego viene la nevada y el viento, y uno se aferra a ese pivote con todas las fuerzas. Es lo logrado en derechos e instituciones en este tiempo. Y luego te tocará subir un nuevo trecho de la montaña en derechos y protagonismos, para volver a detenerte, Y así, hasta un momento en que puedas lograr lo que planteaba de Ípola en los años 80: la transformación y la superación del Estado.

Y es que la transformación y superación del Estado no es un ideal académico, sino una experiencia de la gente cuando no solo resuelva temporalmente los temas puntuales de algún derecho (por ejemplo, el derecho de las mujeres, de los indígenas, de los asalariados), sino todos los temas de la vida cotidiana, de manera concatenada y prolongada en el tiempo: la alimentación, la educación, la gestión de la política, la salud, el trabajo, la propiedad, el reconocimiento, etc. Las revoluciones son “el movimiento real que supera el estado de cosas actual” (Marx); no el movimiento ideal en mi cabeza al cual quiero encajar la realidad.

Para cerrar esta mirada de lo nacional popular en acción, acabaría de responder lo que me preguntaban sobre las derechas. Lo singular del momento nacional popular está relacionado con el vaciamiento de antiguas creencias y la disponibilidad a nuevas. No solamente produce el efecto de la posibilidad de la constitución de lo popular con horizonte igualitario y transformador. Incluso, en algunos momentos, en ciertos lugares, como fue la Comuna de París, se produce el efecto post-estatal, la superación del Estado. Y por el mismo hecho de que se debilitan las creencias dominantes, hay una reacción contraria de quienes comandaban esas creencias durante un buen tiempo. Como se ha fracturado su dominio, como las élites ahora divergen, ya no coinciden en economía de mercado, privatización, emprendedurismo y esas cosas que les gusta repetir a los neoliberales; como ya no coinciden todos en torno a ese horizonte predictivo imaginado de porvenir, de la vida en común, el consenso sobre el porvenir estalla en mil fragmentos. Hay posibilidad de que surjan fuerzas de transformación social igualitarias, plebeyas, con participación de indígenas, de trabajadores, de mujeres, de jóvenes. Pero también surge inevitablemente la reacción contraria, el endurecimiento autoritario y sancionador de las derechas. Ante la pérdida del consenso, las fuerzas conservadoras recurren al castigo y la imposición para “reestablecer” el viejo orden económico, familiar, laboral, cultural. Las derechas se vuelven extremas derechas. Es el neoliberalismo a palos. Este endurecimiento no se produce en cualquier momento. No hay populismo de derecha en cualquier tiempo. Lo hay en momentos de vaciamiento de lealtades y fidelidades al horizonte predictivo social predominante, cuya hegemonía suele ser de larga duración; de unos 50 a 60 años.

El horizonte predictivo es una categoría que permite el interfaz entre las tolerancias y compromisos morales que un orden económico requiere para funcionar, la manera en que las personas ubican imaginariamente sus proyectos de vida en ese orden, y la facultad cerebral de anticipar los posibles sucesos emergentes de ciertas circunstancias conocidas. Es una manera imaginada de ubicarse en el devenir del mundo que da certidumbre en medio del caos. No importa cuán difícil sea de adecuar lo esperado a lo obtenido para la inmensa mayoría de la población; pero pequeños logros en ese destino imaginado afirman y legitiman la vía elegida. Se trata de un horizonte imaginado, pero bien fundado, no solo porque pone en marcha los compromisos, activos o pasivos, con el orden económico existente, sino que, además, ese mismo orden de rato en rato otorga incentivos de validez que realimentan la esperanza de que en algún momento se logrará alcanzar a lo deseado. Y cuando ambos componentes de la realidad, el material y el imaginado se retroalimentan óptimamente, tenemos un modelo de acumulación y un modelo de dominación estables.

Se trata de una relación transversal a todas las clases sociales. Cuando eso comienza a debilitarse, hay posibilidades de otra construcción discursiva, pero también hay posibilidades de contra-construcción discursiva, de endurecimiento de una derecha que ve perder sus influencias. En algunos casos el crepúsculo de los sistemas de creencias puede llevarlas a perder ciertos privilegios. Y entonces se plantea un regreso endurecido, vengativo, al viejo orden. Y estas son las nuevas derechas. Es un neoliberalismo envilecido, ya no liberal, sino autoritario. Es un neoliberalismo iliberal que ha surgido en muchas partes del mundo y que ha llegado también al continente con el uso de variantes de golpes de Estado. Pero es la reacción ante el debilitamiento del régimen de dominación. Y el grado de interés y audiencia que pueden alcanzar en la sociedad es directamente proporcional a la ambigüedad, lentitud o moderación con las que se presentan otras opciones progresistas o de izquierda.

Estas “nuevas” derechas son melancólicas de los viejos tiempos de estabilidad y consensos. No enarbolan optimismo histórico, sino venganza. Cargan sanción o castigo a mujeres que se salieron de la casa, a indígenas que se atreven a querer ser autoridades y quieren tener más poder que un “blancoide”, a trabajadores que se sindicalizan, a pobladores pobres que “quieren comerse toda la plata del Estado”. Esto significa que no hay nacional-popular en el mundo y en el continente sin su contraparte de derechas autoritarias. Vienen de la mano. Son las dos caras de la misma moneda. Porque se está disputando el nuevo horizonte predictivo de la sociedad, que es el organizador de la sociedad. El porvenir, el futuro, se ha diluido. El tiempo ha quedado suspendido y en ese momento pugnan distintas corrientes, proyectos, narraciones, discursos para articular disponibilidad social y voluntad. Alguno tendrá la fuerza suficiente como para definir el nuevo ciclo de dominación o el nuevo horizonte predictivo, en el cual la sociedad comience a imaginar su porvenir. Pero mientras tanto estás en un interregno, como afirma Gramsci. Yo le he puesto el nombre de tiempo liminal, que es un momento en el que se suspende el tiempo histórico. Como no hay futuro predecible, entonces el tiempo social no circula, se ha detenido, aunque el tiempo físico corre desesperadamente. Pero el tiempo histórico no sabe hacia dónde va, es un momento muy duro para el mundo. Lo mismo pasó entre 1920-1935, en los años setenta; de la misma manera en los años 70-80; y lo mismo comienza a pasar en el mundo desde los años 2000. Es una transición que puede durar al menos una década más.

SS y MR: Hay dos conceptos o problemas que nos interesan para pensar en esa oleada y este proceso del que hablabas. Uno es la cuestión de los liderazgos en estos procesos históricos concretos que se dieron. ¿Cómo ves el lugar de esos liderazgos fuertes que fueron, en cierto modo, también condición de posibilidad de emergencia de las primeras olas? Y la segunda cuestión alude a esta pregunta: ¿qué Estado en estos procesos? Podemos pensar junto con Enrique Dussel la otra parte, es decir, una vez que esa potencia plebeya se instituye y desborda, adquiere cierta estabilidad, ¿cómo conceptualizar un Estado nacional popular y un gobierno nacional popular?

AGL: En medio de este momento de disponibilidad e incertidumbre del flujo histórico, ¿cómo se articula lo popular? Las necesidades, los agravios, los derechos y rupturas morales cuentan. Pero también los liderazgos, las ideas y los mitos.

En el caso del movimiento indígena-campesino boliviano, por ejemplo, la memoria de la sublevación indígena de Túpac Katari de 1781 permite adherir fuerza colectiva. Lo mismo puede decirse respecto a la evocación de los tiempos de ampliación de derechos y a los líderes que institucionalizaron esos avances, como Perón en Argentina. Si partimos que por definición las clases subalternas están fragmentadas, ¿cómo se dan esos momentos extraordinarios de articulación excepcional de lo popular? En momentos de declive de las viejas certidumbres sociales, comienzan a fusionarse ciertas demandas colectivas que amplían el bloque querellante. Si las elites gobernantes actúan torpemente produciendo agravios, pueden darse rupturas morales entre gobernantes y gobernados, delimitándose fronteras antagónicas que modifican el espíritu popular. Si sobre ello surgen acciones colectivas irradiantes y consignas esperanzadoras de lo plebeyo que no pueden ser absorbidas por los gobiernos, un nuevo horizonte de posibilidades de cambio puede despertarse en el imaginario social. Y, por lo general, esa nueva ruta de expectativas tiende a condensarse en personas. De cierta manera, en esos momentos de disponibilidad, algunas personas tienden a representar ideas. Y esa personificación de programas sociales es tanto más impactante y duradera cuanto más profundo es el mundo de agravios que se cierra y más extenso es el nuevo mundo de derechos que se abre. La emergencia de liderazgos carismáticos es propia de estos momentos de vaciamiento y de disponibilidad. Los grandes líderes que marcan la historia de las sociedades no surgen en cualquier momento, sino en aquellos de grandes incertidumbres y disponibilidades colectivas. Es cuando ciertas consignas y narrativas se personifican en ciertos líderes. Y, en la medida que el movimiento nacional-popular solo aparece en esos periodos de transición de época, no hay momento nacional-popular que no venga acompañada de algún tipo de liderazgo carismático.

La distancia con las viejas estructuras de creencias, y el apego con un nuevo sistema de creencias movilizadoras, se vuelven palpables en personas vivas que le hablan a la gente, que le miran, que, con su lenguaje y su disposición corporal, le anuncian lo que están proponiendo. El liderazgo carismático no es una anomalía de la democracia; es el símbolo de su transición de maneras rutinarias, elitistas y burocráticas, a maneras activas. Hay personas que piensan que no debería ser así, que los liderazgos deberían ser más colectivos, etc. Pero una cosa es la especulación normativa de algunos intelectuales y otra es la realidad fáctica de los hechos colectivos. Y hay que convivir con ellos. Ciertamente, la personificación con nombre y apellido de un nuevo orden social permite concentrar la fuerza histórica del despertar popular, y eso multiplica la capacidad transformadora. Pero a la vez, es una traba a la propia acción colectiva cuando el líder no puede continuar en su función, cuando muere o límites legales o ilegales prohíben su postulación política, etc. Quizá lo ideal sea apoyar la representación de la fuerza popular por medio de un liderazgo en momentos que emerge y pugna por transformar el Estado, y desconcentrar los liderazgos cuando es tiempo de la administración y gestión de esas transformaciones. Pero esto no ha de impedir que haya circunstancias en las que, de una u otra manera, las esperanzas sociales se corporeicen en determinadas personas.

Redondeamos ahora nuevamente la relación entre Estado y lo nacional-popular. ¿cómo resolvemos la angustia de de Ípola de los años 80 sobre por qué lo nacional popular desemboca en el Estado y no imagina cosas más allá del Estado? Para ello, debemos revisar nuestro concepto de Estado. ¿El Estado como máquina de opresión? ¿El Estado como condensación de correlación de fuerzas? Hasta aquí llegaron las lecturas del marxismo en los años 70, y por eso siempre había una carga de reproche hacia las luchas sociales, que en realidad es una incomprensión de la naturaleza de las luchas y del Estado, respecto a por qué todas las luchas populares se miraban y se deseaban en parte también en el Estado. Claro, si el Estado es solo una máquina de opresión, no había forma materialista de explicar por qué las luchas sociales buscaban inscribir una parte de sus acciones, sus logros y derechos, en la institucionalidad estatal; nueva, transformada, pero estatal, es decir “opresiva”. Y entonces la única salida es que o “no tenían la suficiente conciencia revolucionaria”, o “estaban engañados”, o “eran inmaduros”, etc. En todos los casos, el protagonismo histórico para la “verdadera” revolución quedaba en manos de unas elites ilustradas que, quien sabe por qué artilugio mágico, sí sabían lo que en “verdad” deberían hacer las clases populares para emanciparse del Estado. Se trataba de una salida vanguardista, soberbia e inútil.

Pero las cosas cambian radicalmente, si además de una “máquina de opresión”, de una “condensación de fuerzas”, vemos al Estado también como una “comunidad ilusoria”, tal como lo hizo Marx. En este caso, la fuerza gravitatoria, atractiva del Estado, no radica en su capacidad de coerción. Ninguna sociedad se sostiene sobre la coerción, esta funciona en momentos y solo contra segmentos específicos de la sociedad (los llamados delincuentes, “terroristas”, “desviados”, ciertos “extranjeros”, etc.). El Estado se sostiene, es duradero, lo aceptamos aunque lo reprochemos y nos enojamos, pero luego acatamos, porque hay algo común de todos los miembros de una sociedad que está en el Estado. El Estado, siguiendo a Marx, es una forma (política) de existencia de la sociedad. De toda ella, no de una parte contra otra parte de la sociedad, aunque en gran medida sirva mucho más a los intereses de una parte contra la otra parte de la sociedad. Es pues una forma de “comunidad”, de cosas comunes de una sociedad; aunque ilusoria, porque esas cosas comunes no están administradas por el común de una sociedad, sino por unos pocos a nombre de todos. Es una comunidad por monopolios y, por eso, una “comunidad ilusoria”.

¿Dónde están inscritos los derechos de las personas alcanzados a lo largo de miles de luchas durante siglos? En el Estado. ¿Dónde están los recursos de todos conquistados, defendidos, alcanzados con la lucha de todos, como los recursos naturales, los impuestos, la propiedad pública, los ahorros colectivos, la legislación, la historia compartida? En el Estado. Si bien la mayor parte de esos recursos, de esos bienes públicos, de esa historia colectiva ha sido producida por la sociedad misma al margen del Estado, todos esos bienes comunes han quedado inscritos, regulados, resguardados bajo la forma de Estado. Por ello, el Estado es lo común de una sociedad. Pero no es un común administrado por todos los que conforma y construyen el común. Solo una elite se encarga de administrar, gestionar, proteger, ampliar y, en momentos, apropiarse de esos bienes comunes. Por eso, el Estado es lo común de una sociedad, pero por monopolios, con efecto vinculante en todo el espacio territorial de soberanía estatal.

En esta paradoja radica la irresistibilidad histórica del Estado. Es el lugar de cristalización de gran parte de los logros y bienes que unifican a una sociedad. Por eso no es una “desviación” o una falta de “conciencia” el que las clases plebeyas permanentemente estén midiendo el efecto de sus luchas en su relación de penetración-transformación del Estado. Porque ahí también está inscrita la historia de sus luchas, de sus logros, de sus conquistas, de sus pertenencias comunes.

Los problemas surgen cuando esta determinación del Estado por la sociedad está mediada, regulada, por el monopolio de unas elites. El monopolio es la naturaleza del Estado. Y si el monopolio se diluye en la democratización de los bienes comunes, estamos ante la disolución del Estado. Pero, en tanto no surja eso, independientemente de quien ejerza el monopolio (más elitista, más popular, más empresarial, etc.), el Estado presupone que un pedazo de la sociedad se haga cargo de los comunes. Y a medida que esa administración se autonomiza con el tiempo, no solo irá creando intereses propios del monopolio, sino que, por expectativas y oportunidades, de manera inercial, las preferencias de esa administración buscarán hacer prevalecer los intereses y las necesidades de las clases económicamente más poderosas. Pero aún en el manejo más descaradamente parcializado en favor de las clases adineradas, los monopolios del Estado deberán hacer prevalecer una parte del interés común, de las necesidades comunes del resto de la sociedad. Cuando esta apariencia de la gestión en “favor de todos” desaparece, estamos ante Estados patrimoniales, que inevitablemente pierden la “magia” de lo común; y es seguro que más pronto que tarde serán interpelados por la sociedad. Y la demanda de una reforma estatal se presentará con la urgencia de un derecho moral, práctico y popular.

La legitimidad del Estado no es un tema de “engaño”, “manipulación”, represión o instrumentalización económica. Las personas no son idiotas ni cobardes. Es un tema de materialidad objetiva de la presencia de recursos de toda la sociedad en el Estado. De ahí que las clases populares sean más lúcidas que los intelectuales y no renuncien a articular sus luchas con la forma estatal en la que están institucionalizados recursos, derechos y bienes de toda la sociedad. Que lo nacional-popular siempre se mire en el Estado, no es un síntoma de “falsa conciencia” sino de sensatez histórica.

Recién entonces ahora podemos hacernos la pregunta pertinente: ¿Por qué las clases plebeyas en acción, cuyas luchas han estructurado los recursos comunes del Estado, pero cuyas luchas rebasan al propio Estado ya que surgen al margen de él y contra él, en un momento determinado se detienen en su protagonismo y prefieren delegar la gestión de los nuevos recursos comunes conquistados a las elites (nuevas o antiguas) que monopolizarán la gestión de lo común? Esta formulación ya no admite respuestas centradas en el “engaño”, “inmadurez”, y otras justificaciones de necesarios vanguardismos políticos o letrados. La respuesta radica en el propio movimiento, en sus capacidades para mantener en el tiempo el protagonismo político, económico, cultural alcanzado y que habría que apoyar o reforzar la siguiente vez. Así como la clave del Estado está en la propia sociedad, la superación del Estado no radica en las elites estatales, sino en el protagonismo de la propia sociedad, de sus mayorías laboriosas, en la auto-gestión de lo que la une.

SS y MR: La última cuestión que queremos abordar se refiere a esta nueva ola que mencionas. Podemos pensar en esta singularidad que tiene esta nueva ola progresista, que no acontecía a principios del siglo: el avance de nuevas derechas, neoliberales, más autoritarias, que defienden dogmáticamente ciertos ideales, como los libertarios. Pero también la otra peculiaridad de este momento es el surgimiento de nuevas subjetividades, por ejemplo ligadas a la cuestión de género, del feminismo, a demandas ecologistas, anti-extractivistas. A diferencia de hace 15 o 20 años atrás, tenemos un terreno diferente, ¿cómo pensar en estrategias políticas de cara a la constitución de un sujeto popular, de esta activación de la potencia plebeya, en este contexto en que por ejemplo estas nuevas derechas han avanzado y han copado nuevos espacios públicos no estatales, novedosos, como son las redes sociales? ¿Cómo pensar en este contexto estrategias para la constitución de un sujeto político con vocación democrática, que pueda hacer frente a estas fuerzas reaccionarias?

AGL: Hay que ser conscientes de que la construcción de identidades y discursos nuevos con efecto de movilización popular no surgen de cero, no se inventan ni se hacen a la carta de un menú de posibilidades. Son construcciones históricas. En el momento nacional-popular confluyen luchas y discursos, previamente anidados en su interior, y que se han desarrollado de manera separada con distintas temporalidades. Las luchas indígenas, sindicales, la lucha por igualdad de las mujeres, la demanda de los jóvenes por renovación de liderazgos y espacios de influencia, la demanda de los pobladores por territorialidad, por vivienda, por servicios básicos, etc., son cursos históricos de luchas diferenciados que poseen temporalidades diversas pero que, en ciertas circunstancias, pueden converger en un mismo momento y en un mismo punto de presión aprovechando vacíos predictivos y disponibilidades colectivas. Y ahí se fusionan, se licuan y algunas de esas luchas van a sobresalir más que otras; las que tengan mayor capacidad discursiva demostrarse más verosímil, de unificar a más sectores, de permitir que todos se reconozcan en la consigna que está proponiendo uno. No es meramente un hecho de lógica, ni de sintaxis, ni de gramática, ni mucho menos de sumatoria aritmética de demandas. Es un tema de disposición corporal a nuevas creencias y a cierto tipo de demandas referenciales (laborales, identitarias, de reconocimiento, de recursos, de participación, etc.). Depende también de trayectorias previas que han sedimentado credibilidad enunciativa de sus portavoces, de agudeza táctica para condensar en un nodo un cúmulo de expectativas capaces de ejercer una fuerza gravitatoria sobre el resto de las demandas que girarán como anillos alrededor suyo.

Eso puede dar lugar a un movimiento que logra ciertas conquistas y avances, cierta transformación más o menos radical del orden estatal, del orden social y del régimen económico. Pero luego esas luchas que confluyeron con sus propias historias, que alimentaron el momento nacional popular, el “momento populista”, como diría Chantal Mouffe, continúan con sus propias temporalidades y trayectorias disímiles, aunque ciertamente, enriquecidas por este momento de fusión general. Luego del momento de las transformaciones, viene el momento de la estabilización. Y esos otros flujos que tienen temporalidades de siglos, como el movimiento indígena, o el movimiento de mujeres, siguen sus propios caminos, hasta un nuevo momento de convergencia. Otras luchas, que no eran tan visibles, se vuelven ahora mucho más públicas. Todos han sido atravesados por ese tiempo de síntesis connotada de la perplejidad colectiva. Unas luchas y demandas quedarán con mayor protagonismo estatal y político, otras continuarán más debilitadas por su propio éxito temporal, en tanto que otras se irradiarán y fortalecerán aún más. Estoy pensando en el movimiento de mujeres, y en particular en la Argentina que es el más vigoroso del mundo. Ha pasado por distintas etapas, moleculares, culturales, de acción colectiva y gran irradiación, de impacto estatal, de desborde de canales institucionales, de fusión y articulación con otras demandas populares, de nuevo repliegue molecular, etc.; para luego continuar su trayectoria por nuevas formas e interacciones. Y está claro que una nueva oleada de transformaciones sociales tendrá como protagonista al movimiento emancipativo de las mujeres; no por concesión alguna, sino por fuerza y densidad social propia. En el caso del movimiento ambientalista y anti-extractivista, en América Latina, por ahora, ha tomado la forma de una corriente de opinión con irradiación local y amplio respaldo de ONGes. Algún rato podrá tomar la forma de un movimiento social plebeyo. Entonces, la importancia de unas luchas y unas ideas fuerza en un programa de transformación social radica en lo que se ha ganado en los hechos, en las calles y los imaginarios de las clases populares. Es con ellos, y a partir de ellos, que se conforman los momentos de transformación. Ciertamente, al momento de fusión, unas luchas se enriquecerán con el aporte de las otras más rápidamente, o podrán liderar intelectual y moralmente al resto. Lo importante es estar atento a las redes moleculares de organización popular que se van interconectando en torno a determinadas necesidades y protagonismos colectivos, a las ideas que van unificando expectativas de las clases populares, y hallar ahí la base de lo que se debe impulsar, así como lo que debe proyectarse, como parte del programa de transformación social.

Recepción: 25 Marzo 2023

Aprobación: 10 Abril 2023

Publicación: 01 Julio 2023

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